Hoy se cumple otro año desde que un atentado incitado por políticos acabó con las vidas de más de sesenta nicaragüenses en una avenida de la vieja Managua, pero muchos, me atrevo a decir que la mayoría, recordarán ese evento como una masacre despiadada e irracional de un gobierno monstruoso.
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Un evento así como lo describen no es de tomarse a la ligera. Los más sensatos escriben de un centenar de muertos, que ya es bastante; otros hablan al peso de la lengua y dicen que fueron miles sin importar lo ridículo que suene considerándolo todo.
La evidencia para tales afirmaciones simplemente no existe y los testimonios de quienes sintieron las balas y olieron la sangre, incluso de aquellos que miraban con lentes políticos, nos llevan a otra conclusión.
Pero aun así todos recordamos “la masacre”. Es difícil para mí, sabiendo lo que sé dada mi investigación del evento, referirme a ella por otro nombre, concebirla como otra cosa. Tan grande es el poder de la propaganda inculcada a temprana edad que aunque he tomado como una cruzada personal esclarecer la memoria de esa época que llamamos “somocismo”, sigo a merced de muchos de los artilugios de sus enemigos.
Y vaya artilugios los suyos. Poder mentir sobre un evento que ocurrió ante miles de personas, a plena luz del día, con consecuencias entonces verificables y cicatrices que delatarían cualquier engaño, demuestra no sólo su capacidad para distorsionar la realidad, sino también su falta de límites a la hora de practicar la perfidia.
Así como mintieron sobre aquel domingo en el que miles presenciaron un atentado terrorista, de modo que fuese percibido como un ataque inmisericorde de la autoridad, de igual forma mienten sobre los eventos que ocurrieron a puertas cerradas, en regiones remotas, apenas ante testigos que bien pudieron degollar y enterrar ahí mismo.
¿Cómo podemos confiar en ellos cuando hablan de cientos de miles de muertos a manos de la Guardia Nacional? Si sabemos que de sesenta subieron a mil, aunque no hubo, ni hay todavía, ni habrá mil reclamos; no después de exterminado el somocismo y los somocistas, ni después de que el sandinismo volviera con toda la fuerza e incentivos para fabricarlos, ni con todos los medios deseando una historia como esa.
Resulta evidente, pues, que no podemos confiar en sus relatos de guerra, ni en su mitología triunfal, ni en los logros que restriegan en la cara de sus masas empobrecidas. Son los enemigos de la memoria, huestes contra la verdad, y esa enemistad los hace amigos entre sí.
Cuando el sandinismo arrancó los nombres de los siete soldados asesinados un domingo en aquella avenida de la vieja Managua, ningún liberal protestó. Un mes después de que quemaran vivo al poeta carpintero, Violeta Chamorro celebraba haber “liberado” Nicaragua junto a sus asesinos y cuando llegó al poder prometiendo reconciliación, todo se había olvidado.
Entonces nadie preguntó por los derechos humanos de las masas anónimas desangradas por el delito de ser “somocistas”, nadie escribió editoriales de condena. Las portadas de La Prensa estaban ocupadas celebrando que una guerrilla marxista conquistaba el país y luego una paz construida sobre el asesinato a traición de los contrarrevolucionarios, sobre el olvido de una década perdida.
Y es que, aunque el sandinismo es ahora el sospechoso principal de toda fechoría, el liberalismo antisomocista y sus clientes son también enemigos de la memoria, unos muy hábiles, de gran poder y cara limpia, y también con cierto tufo comunista. Nada acabó limpio tras la revolución.
Un mismo relato sirve a todo el espectro, un mismo relato fabricado alrededor de la persona de Pedro Joaquín Chamorro, mártir de la propaganda. Las redacciones de Barricada y el 19 Digital tienen mucho que agradecer a este individuo, y no sólo porque su hijo fuese director de uno de ellos.
Chamorro es el evangelista en cuya figura convergen sandinistas, liberales, conservadores, socialistas, feministas incluso, y otros animales políticos que han venido surgiendo. Pero Chamorro no era más que un político inescrupuloso y su magnum opus, la labor antisomocista de La Prensa, cuando uno se molesta en revisar, resulta no ser más que propaganda y libelo.
Para que nuestra oposición sea genuina, para que nuestra postura sea radical, lo que es decir, que llegue a la raíz del problema, debemos descartar todos los relatos, prejuicios y nociones que la hegemonía antisomocista nos inculcó porque, como antes señalé, ninguno entre ellos es confiable.
Y así como no podemos confiarnos de sus afirmaciones sobre historia, no podemos tampoco tomar como nuestras sus declaraciones políticas y filosóficas, sus bases teóricas, sus postulados de falsa moral.
Ambos se dicen demócratas. Yo digo: ¿en verdad queremos parecernos a alguno de los dos? Un examen de principios revelará que nuestros valores superan algo tan banal como la “democracia”, los valores de una derecha que no vemos desde hace siglos.
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Los enemigos de la memoria viven en perpetua guerra con el pasado, construyen sus ficciones sobre él, porque conocen su poder. En el pasado encontramos a la Patria misma en la historia de nuestra nación. De entenderla realmente a como fue, sin los filtros que han impuesto los políticos, sus mitos se derrumbarían, sus fuentes de legitimidad barridas como ridículas teorías de gobiernos populares, ¡incoherencias!; finalmente estarían desnudos y todos podrían ver la marca de su traición.
Porque, en última instancia, sólo un traidor podría ser enemigo de la memoria. Si la memoria es un ancla con la cual nos afianzamos en las tranquilas aguas de nuestra identidad, el traidor deja ir las cadenas y en la tempestad dice ser capitán.
Y puede que pelee con otro traidor, y que pierda o gane, y que se turnen en el timón a raíz de sus contiendas. Mientras, a su alrededor, los marinos caen por la borda, el barco se hunde y se escucha que en los camarotes la tripulación recurre al canibalismo.