La corona de Nicoya: una defensa histórica del monarquismo en Nicaragua

«Muchas veces me pregunto, como gobernante, si vale la pena seguir fortaleciendo la democracia en nuestros países, o si lo que nos falta es una mano férrea que nos controle por la falta de serenidad y la incomprensión de muchos ciudadanos».

—Luis Somoza, 18 de noviembre de 1961

Introducción

La forma de gobierno natural de la nación nicaragüense es la monarquía. Basta con apreciar sus doscientos años de vida bajo el modelo republicanolos peores años de su historiay compararlos con los casi tres siglos en que la Monarquía Católica de España mantuvo el orden.

Una y otra vez se entrega la nación a caudillos que no entienden el papel monárquico que deben jugar, dejando un trono vacante en espera de quien pueda llenarlo. Y cuando no hay caudillo, gobiernan el caos y la destrucción, gobiernan las turbas y sus dirigentes, gobierna la pobreza y la corrupción, gobiernan incluso intereses de extranjeros.

Breve historia de la monarquía en Nicaragua

La institución republicana es tan ajena a Nicaragua que no tiene precedente ni desde el aporte hispano ni desde el indígena. Entre los naturales al territorio nicaragüense previo a la conquista sólo una etnialos chorotega—presentaba un gobierno por consejo. El cronista Gonzalo Fernández de Oviedo y Valdez los describe en el capítulo IV de su Historia general y natural de las Indias:

[E]s de saber que los indios de la lengua de Chorotega son los señores antiguos é gente natural de aquellas partes, y estos es una cruda gente é valerosos en su esfuerzo, é muy mandados é subjetos á la voluntad é querer de sus mugeres.

Pero llamar a esta forma de gobierno «republicana» es un anacronismo y hay quien aún así identifica caciques chorotega, por lo que el gobierno por consejo no fue universal incluso entre estos pueblos. Al principio de su Historia de Nicaragua, don Tomás Ayón habla de algunos caciques chorotegas:

Una dilatada guerra dio lugar a la división de los choroteganos en dos fracciones, a saber, los dirianes y los nagrandanos… tenía por jefe al cacique Nequecheri, cuya jurisdicción se extendía hacia los pueblos de Diriomo y Niquinohomo, que se mantenían en constante guerra con los niquiranos de Xinotepetl y Masatepetl: Managua, a la orilla del lago Xolotlán, con cuarenta mil habitantes, gobernada por el poderoso cacique Tipitapa, cuyo asiento se hallaba en la extremidad oriental de la ciudad y cerca del Jugar donde se unen los dos lagos… El cacique Tenderi, que residía en Nindiri, ciudad entonces populosa y floreciente, era quien gobernaba a todos los dirianes.

Fue probablemente el propio Ayón, criollo originario de León, de educación liberal y credo independentista, quien mitificó al gobierno por consejo practicado por algunos chorotega en la región del Pacífico. Sus sesgos republicanos son notorios cuando en el capítulo II del primer libro de su Historia describe una especie de «monarquía moderada» practicada por algunos pueblos («salvajes») de Nicaragua:

Otras tribus se gobernaban por una monarquía moderada. Ejercían el poder supremo los caciques, llamados teytes, quienes debían reunir asambleas populares, a las cuales se daba el nombre de monexicos. EI cacique proponía a la asamblea las providencias que en su concepto convenían al interés nacional; y la asamblea, después de discutirlas largamente, las aprobaba o rechazaba, o expedía las que le parecían oportunas. No era, pues, enteramente desconocida entre las tribus salvajes de Nicaragua la idea adoptada por algunas naciones civilizadas de Europa en el presente siglo, de combinar el elemento democrático y el monárquico por medio de una forma mixta de gobierno, a que ha querido darse el nombre de monarquía constitucional, y que no es otra cosa que una monstruosa confusión de principios heterogéneos, fundada en teorías ilusorias sobre la naturaleza del gobierno y la organización de las sociedades humanas. (énfasis mío)

Pero más visibles lo son cuando en el mismo capítulo describe a la nobleza indígena congregada alrededor del monarca de lengua nahua:

En algunas provincias gobernadas por el sistema monárquico, el cacique estaba rodeado de príncipes o señores, que formaban una especie de nobleza cortesana, le acompañaban y guardaban su persona. Tal sucedía con los caciques de Teocatega, Mistega, Nicaragua y Nicoya. Otros tenían vasallos principales a caballeros llamados galpones, a quienes estaba encomendado el gobierno de pueblos subalternos. La nobleza indígena reunía los signos distintivos de casi todas las aristocracias: era dura, orgullosa e hipócrita y no usaba de piedad alguna para con los infelices vasallos. (énfasis mío)

Oviedo en su Historia no caracteriza a todas las comunidades chorotegas como tal, sino que se refiere, en el capítulo I, sólo a «muchas dellas» gentes de «aquella provincia de Nagrando , donde está la cibdad [ciudad] de León».

Sin insultar la calidad de su obra, don Tomás Ayón, como muchos otros historiadores, imprimía los sesgos de su época y lugar, sesgos sobre los cuales construyó su perspectiva personal, en la historia de pueblos pasados queriendo en ellos demostrar las bondades de sus predilecciones y las maldades propias de todo lo que rechaza. Incluso así, el retrato que pinta en ese último fragmento es de vital importancia porque es la base del pensamiento monárquico en Nicaragua. Después de todo, Nicaragua no es una nación indígena, sino mestiza.

Apenas hemos visto los gobiernos de una de las partes que participaron en el etnogénesis de Nicaragua. La parte más importante fue la interacción que los nativos tuvieron con los conquistadores hispánicos venidos a Nicaragua en los siglos XV y XVI. Estos conquistadores servían a la corona de Castilla, unida con la corona de Aragón por el matrimonio entre doña Isabel de Trastámara y don Fernando.

El gobierno republicano descrito por Oviedo, donde un consejo de ancianos escogía a un señor de la guerra, sobre quien tenían poder de vida o muerte, sucumbió ante la llegada de los españoles, quienes:

[P]ara se servir de los indios é se entender con una cabeza, é no con tantas, les quebraron essa buena costumbre [el «republicanismo»], aquellos senados ó congregación de aquellos viejos, como eran hombres principales é señores de diverssas plaças é vassallos, é concurrían en una voluntad y estado juntos, separáronlos e hiciéronlos caciques sobre sí para los repartimientos é subjeción nueva, en que los españoles los metieron, non obstante lo qual también avia caciques en algunas partes é señores de provincias é de islas.

En otras palabras, para unificar la región y facilitar su gobierno, los conquistadores centralizaron la autoridad en menos personas. De ahí que toda una región con diversidad de pueblos pasó a llamarse sólo con el nombre de uno de ellos, los nicaraguas, llamados también nahuas o nicaraos. ¿Quiénes eran estos y cómo se gobernaban? Oviedo los describe en el capítulo IV de su crónica:

[L]os que llaman é son de la lengua de Nicaragua son muy señores de sus mugeres é las mandan é tienen subjetas. É cómo los de Nicaragua é su lengua son gente venediça, estos (de dó quiera que vinieron) son de los que traxeron á la tierra el cacao ó almendras que corren por moneda en aquellas partes; y en poder dessos están los heredamientos de los árboles que llevan essa fructa.

Los nicaraguas llegaron a Nicaragua entre los siglos IX y XIII, quizás a causa de la decadencia de las ciudades de Teotihuacán y Tula, más al norte. Hablaban su propia variante del nahuatl que había perdido ya el característico fonema «-tl», de ahí su otro nombre, «nahuas». Eran guerreros, su dios tutelar era Mixcoa, dios de los comerciantes, y su gobierno era autocrático y patriarcal.

El gobierno de los Nicaraguas fue sencillo de traducir a la nueva realidad de la Conquista. No dudo que, en un principio, muchos de ellos simplemente consideraron a la corona hispana como un cacicazgo mayor, por ello decidieron colaborar y mezclarse con los conquistadores. En su vejez, Pablo Antonio Cuadra describió las tendencias de los nahuas con tono similar al de don Tomás Ayón, aunque no utiliza la palabra «salvajes» cuando en El nicaragüense (Ed. 1987, II-2) asegura que:

La llegada del militarismo nahua significó un retroceso en nuestra historia indígena. Introdujeron la crueldad, los sacrificios humanos y el caciquismo. Eran valientes guerreros—¿quién lo duda?— pero sin piedad ni humanismo y a la hora de defender la «nacionalidad» (o la independencia de la tribu), fácilmente se entendieron y pactaron con el conquistador español. Los Chorotegas fueron también heroicos y valientes y representaron durante mucho tiempo la resistencia y la dignidad del indio frente al conquistador hispano. Hay todo un linaje de gallarda soberanía desde Diriangén a Sandino, chorotega de Niquinohomo.

Así pues, en la formación del nicaragüense, quedaron las raíces de esas dos primitivas y ancestrales concepciones del Estado y del Poder. La de los Nahuas, que nos heredaron la tendencia a ser caciquistas y dictatoriales y a formar ejércitos depredadores al servicio de un solo hombre o de un clan (o de un partido diríamos ahora), y la de los Chorotegas, con una concepción más civilizada del Estado y la sociedad y con una idea del ejército al servicio de la comunidad que todavía es un ejemplo para nosotros y para América.

Este es un retrato políticamente correcto de un Pablo Antonio Cuadra avergonzado—sin razón, a mi parecer—de sus propias afinidades reaccionarias, dictatoriales, fascistas, o como se les llame. Los nicaraguas comprendían, incluso a un nivel religioso, lo que la llegada de los españoles significaba para el continente y para ellos mismos. Entendieron instintivamente, como guerreros y realistas en el sentido de realeza, que aquel era un gobierno digno de lealtad.

Los próximos trescientos años probaron que los nicaraguas escogieron bien. Lo que hoy conocemos como Nicaragua se formó entre los siglos XVI y XVIII bajo el firme yugo del virreinato de Nueva España y el peso de la Monarquía Hispánica. Sus instituciones, sus costumbres, la raza de sus habitantes, todo aquello se gestó bajo la tutela de reyes. Los nicaraguas se incorporaron a la hispanidad, fueron partícipes de esa empresa civilizadora y monárquica, mientras que los chorotega acabaron reducidos a comunidades insignificantes que ahora, en la modernidad, viven al servicio de los intereses de académicos y propagandistas de la izquierda, sometidos a los fetiches culturales de los extranjeros y sin una cultura real lejos de la hispanidad que sus jóvenes, convertidos a credos progresistas, desprecian pensando en autenticidad, pero actuando en realidad hacia un proceso de aculturación.

Pero, ¿cómo un pueblo que nació y vivió tres siglos bajo una monarquía decidió que podía, de la noche a la mañana, gobernarse a sí mismo? Fue obra de la clase criolla, que había ganado poder económico en la América Hispana y desarrollado una consciencia propia.

Cuando la monarquía hispánica entró en decadencia y sucumbió ante las convulsiones de una Europa que se devoraba a sí misma, los criollos tomaron la oportunidad y, aunque con resistencia, cortaron todos los lazos. Esta clase de hacendados, religiosos e intelectuales fantaseaba con las novedades revolucionarias de ingleses y franceses, y en sus nuevos dominios encontraron un sujeto perfecto para experimentar con sus fórmulas de gobierno.

En Nicaragua, gran parte de la oligarquía criolla defiende la democracia pues su existencia como clase dominante depende de un relato anti-monárquico radical en el que, previo a 1821, Nicaragua y toda América vivieron en la oscuridad, en la crueldad y «el atraso».

Breve historia de las dictaduras en Nicaragua

Pero la realidad no concuerda con este fundacional. El periodo republicano, no importa cómo se le vea, ha sido la ruina completa de Nicaragua. En sus dos siglos de vida republicana, ha sido únicamente en periodos de dominio dictatorial, lo más cercano al dominio monárquico que ofrece la modernidad, que el país ha podido mantenerse ordenado y desarrollarse. Vale la pena evaluar brevemente cada una de estas dictaduras.

Las tres dictaduras clásicas de Nicaragua son la de Tomás Martínez Guerrero (1857-1867), caudillo legitimista y héroe de guerra depuesto por la politiquería conservadora; la de José Santos Zelaya (1893-1909), caudillo liberal insurrecto depuesto por los Estados Unidos; y el somocismo, los gobiernos no continuos de Anastasio I Somoza (1937-1947, 1950-1956) y sus dos hijos, Luis (1957-1963) y Anastasio II (1967-1972, 1974-1979).

Martínez luchó contra los invasores del norte, los filibusteros, en la Guerra Nacional (1854-1855) y cuando la alianza de países centroamericanos que derrotó a Walker partió de Nicaragua, él fue elegido presidente para reordenar el país. Entendiendo que esa tarea requeriría más que apenas unos años, decidió extender su mandato contra la constitución, lo que causó una insurrección dirigida por el liberal Máximo Jerez y el conservador Fernando Chamorro en 1863, rebelión que Martínez aplastó.

Esta primera experiencia caracterizará a las facciones democráticas en Nicaragua. En nombre del pueblo, individuos con ansias de poder inician ataques contra la autoridad máxima para establecerse a sí mismos en un pacto, una guerra fría en que pueden turnarse para saquear al Estado.

Martínez dejó la presidencia ante Fernando Guzmán, a quien favoreció como candidato, en 1867. Pero Guzmán se opuso a Martínez y en 1869 este último intentaría restaurar su posición de caudillo con Jerez como aliado, pero en vano. Martínez murió sin los honores militares que le correspondían en 1873.

Se destacó en la paz tanto como en la guerra, pero diez años sólo bastaron para que reconstruyera y no construyera como tal. Incluso siendo caudillo, su mandato marca el inicio de la I República Conservadora tan celebrada por los criollos demócratas-conservadores. ¿Qué habría sido de Nicaragua con Martínez al mando durante más tiempo?

Luego de Martínez, Nicaragua fue gobernada efectivamente por la oligarquía criolla representada por el Partido Conservador, sucesor del Bando Legitimista en la Guerra Nacional. La parte baja de la I República Conservadora (1867-1893) es quizá el único ejemplo de orden no dictatorial o monárquico en la historia de Nicaragua, hecho posible gracias a una armonía entre los valores de la clase dominante y la dominada.

Fue la edad del oro del conservadurismo, pero fue el mismo afán conservador en mantener la mitología democrática, junto con las luchas internas del partido, lo que permitió el surgimiento de José Santos Zelaya.

Zelaya se sublevó en León el 11 de julio de 1893, casi tres meses después de los primeros desafíos de los mismos conservadores contra el presidente conservador Roberto Sacasa, quien había asumido la presidencia tras la muerte inoportuna del presidente también conservador Evaristo Carazo.

El 25 de julio las huestes liberales de Zelaya entraron a Managua. El 31 de julio, liberales y conservadores firman en Masaya el convenio que pone fin a los enfrentamientos. Los liberales triunfan, Zelaya es caudillo.

Los siguientes dieciséis años Zelaya modernizó al Estado de Nicaragua, reincorporó la Mosquitia al territorio nacional, centralizó el poder en Managua y antagonizó a las instituciones tradicionales de Nicaragua, sobre todo a la Iglesia católica, con políticas diseñadas para arrancar sus privilegios y dirigirlos hacia el Estado.

El zelayismo es el origen de muchos males en la Nicaragua moderna, pero a pesar de ello fue gobierno efectivo que defendió los intereses materiales de Nicaragua y mantuvo cierto, con sus luces y sombra, el lema «orden y progreso» tan común en los círculos iluministas de la época.

Zelaya fue depuesto en 1909 por otro liberal, el intendente de la Costa Atlántica que él mismo nombró, Juan José Estrada, apoyado por el general conservador Emiliano Chamorro, a su vez respaldados por otros países, entre ellos los Estados Unidos, país contra el que Zelaya se volcó luego de que se negaran a construir un canal interocéanico en Nicaragua.

El caudillo liberal huyó de Nicaragua el 22 de diciembre de 1909 dejando tras de sí el caos de la II República Conservadora bajo ocupación estadounidense.

De ese caos surgió un prometedor oficial llamado Anastasio Somoza García. Educado en Filadelfia, entró a la política tras la revolución de 1926, en la que defendió las pretensiones del liberal Juan Bautista Sacasa.

Sacasa se enfrentaba al intento de golpe de Emiliano Chamorro. Este enfrentamiento entre liberales y conservadores tuvo que ser sofocado por los Estados Unidos. Cuando por fin llegó Sacasa a la presidencia, nombró a Somoza director de la Guardia Nacional siguiendo el consejo del presidente saliente, José María Moncada.

Los marines estadounidenses partieron de Nicaragua en 1933. Desde su posición como director de la Guardia Nacional, Somoza inició una cruzada para desarmar política y militarmente a Sacasa, potenciándose él mismo con el apoyo de sectores tanto populares como oligárquicos. Los Vanguardistas, intelectuales monárquicos y fascistas de la aristocracia granadina, destacaron como partidarios acérrimos del somocismo y ayudaron en la campaña cultural de quien percibieron como, en palabras de Pablo Antonio Cuadra, «monarca en germen».

Somoza depuso a Sacasa en 1936 y arregló él mismo ser electo presidente. Tomó posesión el 1 de enero de 1937, el primer de los últimos caudillos de Nicaragua. Las acciones de su gobierno se sienten incluso hasta nuestros días, tras cuatro décadas de intentos de borrar su memoria. Nicaragua vive en medio de las ruinas del somocismo porque sus sucesores no fueron capaces de construir nada.

Somoza no fue el caudillo reaccionario que quiso la Vanguardia pero su gobierno tampoco fue uno de liberalismo exacerbado. Logró asegurar la sucesión dinástica, cosa que ningún caudillo antes que él pudo a razón de la inestabilidad interna. Somoza pudo domar a conservadores y liberales desafectos por igual.

Tras su vil asesinato en 1956, Luis y Anastasio II rompieron con las tendencias autocráticas de su padre e intentaron gobernar como monarcas ilustrados. Luis fue responsable de aprobar la autonomía universitaria que sirvió de refugio para la propagación de ideas subversivas y Anastasio II perdonaba con facilidad, castigaba con poca frecuencia o cuando era muy tarde; algo que incluso llegó a admitir en Nicaragua traicionada tras su abdicación:

Debido al hecho de que el padre de Carlos Fonseca trabajaba para mí, salvé su vida en cuatro ocasiones… (Ed. inglesa, pp. 91-92)

Yo creía en la libertad de prensa y defiendo esa libertad hasta la muerte. De haber sido un dictador, como muchos miembros de la prensa aseguraban, nada crítico de mi persona o de mi gobiernos hubiera visto la luz en el país. Los medios podían filmar, escribir y transmitir lo que fuese y quisiesen, lo bueno y lo malo. Es bien sabido que muy poco, si es que algo bueno [sobre mí] alguna vez se transmitió. (p. 208)

Sabíamos cuál era la lealtad de [Ernesto] Cardenal y sabíamos que no era un simple «poeta filósofo» como lo describían algunos miembros de la prensa… En Nicaragua había muchos sacerdotes que activamente se oponían a nuestro gobierno y continuamente me pintaban como una suerte de ogro. Un buen número de estos sacerdotes venían de Estados Unidos y España, y parecían estar más dedicados que los sacerdotes locales a la causa comunista. Naturalmente, yo sabía quienes eran estos hombres y lo que enseñaban… en cualquier momento pude haber dado los nombres de los sacerdotes que me querían muerto y al gobierno en manos de comunistas. De haber sido yo un dictador, como Fidel Castro o los líderes en los países controlados por los soviéticos, estos sacerdotes habrían desaparecido o habrían sido liquidados… Pero siempre he creído en la libertad de religión e, incluso si estos sacerdotes descarriados buscaban destruirme, decidí no imponer sanción alguna en su contra. (pp. 23-24)

De ahí que el derrocamiento de Anastasio II probablemente fuese inevitable tan pronto como 1967. El caos regresó con el sandinismo y los liberales que traicionaron al somocismo. Como en muchos casos anteriores, la espiral decadente de la revolución sólo pudo detenerla un caudillo como Daniel Ortega, pero este no es ningún Napoleón.

La naturaleza patriarcal del gobierno monárquico

No es coincidencia que el gobierno republicano más exitoso y prolongado fuese el único que pudo asegurar la sucesión dinástica. Aunque abandonó el ideario Vanguardista, Anastasio I se acercó más que nadie al ideal monárquico de los años formativos de Nicaragua. Ese ideal lo describió Pablo Antonio Cuadra muchas veces como:

una autoridad unipersonal, libre, fuerte y duradera. Y cuya sustancia es la aplicación social de la filosofía católica, única capaz de formar pueblos grades con hombres libres naturalmente jerarquizados. (Discurso a las juventudes conquistadoras, 1934).

Más que su eficiencia en abstracto como forma de gobierno, la monarquía conviene a Nicaragua por su inevitabilidad. El pueblo nicaragüense ha rebotado de un caudillo a otro en busca de uno capaz de ofrecerle la estabilidad de la Monarquía Hispánica que le permitió desarrollarse como nación. Se refugia en quienes prometen, pero se desilusionan con facilidad cuando ellos mismos deciden hablar en nombre del pueblo y por el pueblo mismo, como si este no tuviera una voz propia, voz que demanda a un caudillo.

La monarquía procede del derecho natural que un padre tiene sobre sus hijos, elevado a toda la sociedad. El monarca es el pater patriae, el padre de la patria, la patria siendo la tierra de los padres impregnada con su historia, la nación en la historia.

Así como uno no puede en la infancia escapar a la tutela de un padre sin gran tribulación y ruina, tampoco las sociedades pueden escapar la mano de individuos de gran poder que la guían como personificación de la nación entera.

Si observamos, como hizo Sir Robert Filmer en el s. XVII, los deberes de un rey y los de un padre, la diferencia es simplemente de escala:

como el Padre sobre una Familia, así el Rey como Padre sobre muchas Familias extiende su cuidado para preservar, alimentar, vestir, instruir y defender a toda la Mancomunidad. Su Guerra, su Paz, sus Tribunales de Justicia, y todos sus Actos de Soberanía, no tienden más que a conservar y distribuir a todo Padre subordinado e inferior, y a sus Hijos, sus Derechos y Privilegios; pues todos los Deberes de un Rey se resumen en un Cuidado Paternal Universal de su Pueblo.

Y así como la sociedad nicaragüense en un principio se conformó de clanes familiares dirigidos por patriarcas, e incluso antes gobernaban los padres en las sociedades prehispánicas, así una sociedad verdaderamente nicaragüense debe modelar su autoridad en esa estructura que tiene historia milenaria, yendo a la misma cuna de la civilización entre Roma y Grecia.

La abolición de la monarquía, a la larga, significa también la abolición de la paternidad y de la familia, y luego la desintegración de la sociedad civilizada. En efecto, la Nicaragua de las repúblicas exhibe el comportamiento de un adolescente sin tutela, con estallidos emocionales, orgías de sangre, cacofonía ideológica, despilfarro, vicios, opulencia desenfrenada y promiscuidad.

Progresivamente la revolución se decidió a esculpir en Nicaragua una cloaca sangrienta y el liberalismo, un gigantesco burdel. La llegada del sandinismo reformado a principios del siglo XXI ha visto ambos estados superpuestos bajo la figura del tirano Ortega, quien sin tener la dignidad monárquica ejerce los poderes en nombre de la más baja escoria de la sociedad, a la que llama «pueblo».

Y aún así algunos se atreven a preguntar, «¿qué pasa si nos toca un rey malo?».

El monarca en germen

La forma que una monarquía podría tomar en Nicaragua es algo que no podemos determinar en el momento. El camarada Pedro Senconac redactó un esbozo de una posible constitución que me parece acertada, pero cuando lleguemos a ver una monarquía nicaragüense, esta tomará la forma que su precedente y su ecosistema le permitan, y evolucionará con la nación sin traicionar su esencia.

Monarca no es simplemente quien gobierna con gran poder y deja herencia, sino el que gobierna comprendiendo su papel como padre de la patria y defendiéndola de sus propias tendencias anárquicas tanto como de las amenazas exteriores, conservando sus instituciones y adaptándolas según las necesidades que acaezcan.

Los Vanguardistas apostaron por que el somocismo trajera la monarquía de vuelta a Nicaragua. Pablo Antonio Cuadra escribió en 1935 al poeta José María Pemán que:

Nosotros nos dejamos llevar hasta el Monarca en germen. Queremos un dictador para lograr luego un hijo dictador y luego otro hijo dictador. Queremos fundar monarquías para dar a cada una de nuestras naciones un Estado constructivo, preventivo y conservador, ya que sólo los soberanos podrán romper esas soberanías democráticas, obstáculos terribles para la unidad y hermandad imperial.

Es nuestra esperanza: Construir nuestros Reynos. Reconstruirlos… El imperio erguirá sobre ellos.

El proyecto del monarca en germen depende de un individuo singular que pocas veces se ve en Nicaragua lejos de las afiliaciones liberales y revolucionarias. Se trata de un militar conocedor de las intrigas del poder, carismático, católico y gregario. Una vez en el gobierno, este gran hombre debe subvertir las instituciones para darles una forma más acorde a la naturaleza del pueblo nicaragüense; debe suspender las elecciones, abolir el congreso o la asamblea, erradicar todo trazo de liberalismo en el país.

Que el conservadurismo nicaragüense se conformara alrededor de la ideología democrática para, primero, contrariar al zelayismo y luego al somocismo, hizo imposible que un hombre como tal apareciese entre sus filas, pero al mismo tiempo que un liberal llenara esos zapatos hizo imposible que la gesta del monarca en germen lograra el éxito.

Pero esa fue la historia que nos tocó, acaso para que aprendiéramos de ella, acaso para castigarnos por la impiedad de la rebelión republicana haciéndonos probar de paso apenas unas gotas del verdadero orden para mayor efecto punitivo.

Conclusión

La Corona de Nicoya está perdida en algún lugar entre la historia y la imaginación de todos aquellos que aspiramos a una Nicaragua mejor. Para encontrarla, y para hallar a su dueño, debemos estudiarnos a nosotros mismos.

Los demócratas dependen de una mirada despectiva de nosotros mismos para vender su discurso. Así como don Tomás Ayón llamaba a los nicaraguas «salvajes», como PAC llamaba su llegada a estas tierras un atraso, el demócrata defiende los fallos evidentes de su modelo como un fallo del pueblo mismo.

Pero el pueblo no ha fallado. El pueblo decididamente se ha posicionado detrás de su interés, tras de los caudillos, esos monarcas potenciales, nunca actuales, y si se ha desviado ha sido en manos de otros caudillos, de modo que nunca elude la tutela unitaria.

Al pueblo doscientos años de gobierno impropio le han desfigurado, le han herido, pero no yace muerto todavía. Tan rápido como lo perdió podrá corregir su curso si una mano firme le dirige, una mano de autoridad libre, fuerte y durable; la mano del monarca, que no es sino reflejo terrenal de la mano de Dios.