¿Cuál es el problema de la reelección?

Texto de @LegoRomano

Introducción

En enero de 2022 tuve la oportunidad de entrevistar a don Nicolás López Maltez, periodista e historiador nicaragüense de amplia trayectoria. En esa ocasión yo trataba de indagar sobre los hechos de la famosa «masacre del 22 de enero» ocurrida en tiempos de Anastasio Somoza Debayle, en 1967. La conversación acabó descarrilada y, en cierto momento, él empezó a hablarme sobre Rigoberto López Pérez, el asesino de Anastasio Somoza García, caudillo de Nicaragua. Mostraba cierta admiración por el hombre, al punto de que me dijo que nombró a su hijo en su honor, a pesar de que muchas personas lo tienen a él tachado de somocista.

—El problema de Somoza es que se quiso reelegir —me dijo don Nicolás en cierto momento.

Y yo no dije nada. Es algo que he escuchado tantas veces decir a muchas personas de distintas afiliaciones políticas. Anarquistas, socialistas, sandinistas, demócratas cristianos, liberales, libertarios, progresistas, conservadores: todos en Nicaragua parecen concordar en que uno no debe, bajo ninguna circunstancia, buscar la continuidad en el poder.

Pero, si ese es el caso, ¿por qué sigue pasando que los caudillos manipulan el sistema para lograr extender su estancia en el trono figurativo de la presidencia?

I. ¿Cuál es el problema de la reelección?

«La reelección presidencial en Nicaragua ha generado graves conflictos políticos y sociales, con guerras, golpes de Estado, pactos y revoluciones» escriben Gonzalo Carrión y Salvador Lulio Marenco en La reelección presidencial en Nicaragua: la historia se repite, parte del trabajo monumental La reelección presidencial en Centroamérica: ¿Un derecho absoluto?, coordinado por la Compañía de Jesús en Honduras y publicado con fondos de la Unión Europea.1

A la reelección incluso llegan a calificarla de una «expresión demoníaca del poder», citando al jurista judío Karl Lœwenstein (1891-1973). Esta demonización ya no del autócrata, sino de cualquier gobernante que considere insuficientes los cuatro años de poder constitucional en la presidencia para sus objetivos, fuesen cuales fuesen, proviene de una lectura ideológica del devenir histórico nicaragüense, evidente también en la primera cita que extraje de Carrión y Marenco.

Según este criterio ideológico simplista, los problemas de inestabilidad en Nicaragua emergen no de procesos históricos complejos, sino de las acciones particulares de grandes hombres como José Santos Zelaya (1853-1919), Anastasio Somoza García (1896-1956) y sus hijos, y Daniel Ortega (actual presidente de Nicaragua desde 2007). Pero al mismo tiempo la culpa recae en la sociedad en general y nadie caracteriza mejor esta perspectiva que el periodista Fabián Medina en las últimas páginas de su libro-perfil sobre este último caudillo, El Preso 198:

Que Daniel Ortega llegase a ser la principal figura de una revolución triunfante, a pesar de su modesta participación en ella, que además se haya convertido en jefe de Estado, caudillo y dictador, a pesar de su poca preparación académica y el escaso carisma personal que se le achaca, solo se explica por la sobrevivencia de ese modelo de sociedad primitiva que pone sus destinos en manos del «hombre fuerte», el gamonal de hacienda, el caudillo. Esa sociedad que se cree menor de edad, dependiente, que busca el hombre fuerte que la guíe y, a su vez, ese hombre fuerte cuida que la sociedad siga en esa condición de dependencia para evitar que crezca la poca república que lo negaría como figura de poder.2 (énfasis mío)

La idea de una sociedad menor de edad parece extraña cuanto más uno piensa sobre ella. Exige también la pregunta: ¿cómo luce una sociedad «mayor de edad»? Dada la carrera de Medina, es seguro decir que una democracia liberal. De ser así, Medina se vería forzado a admitir que durante la vasta historia de la humanidad, la mayoría de las sociedades fueron «menores de edad» hasta que los europeos «maduraron» e impusieron su modelo de democracia sobre los diferentes reinos, cacicazgos, caudillajes y despotismos del resto del mundo.

En Nicaragua en particular, fue la casta criolla la que impuso un modelo democrático inspirado en potencias europeas y eurodescendientes (Francia, Gran Bretaña, Estados Unidos) en contradicción con un modelo imperial que durante trescientos años moldeó cada faceta de la sociedad nicaragüense y que, en buena medida, era apoyado por la población nativa.3

II. El relato de la clase dominante.

No sería descabellado identificar este relato histórico como el relato de la clase dominante de Nicaragua, los criollos que han gobernado el territorio desde su escisión del Imperio Español en 1821.

Es un relato de condescendencia, remanente de una mentalidad colonialista adoptada por los criollos al emular las instituciones de los Estados Unidos: las masas sin tutela, a merced de hombres fuertes, pequeños reyes-tiranos, deben ser salvados por la indiferente, difusa, imperiosa y soberana maquinaria burocrática del Estado burgués de la modernidad que no permite a un sólo hombre ejercer potestas, sino que el pueblo mismo se rige a través de una casta de representantes electos, representantes que en la mayor parte de la historia de Nicaragua han sido, sino parte de, cercanos a la oligarquía criolla.

Tiene el beneficio añadido de anular los recelos que unos criollos puedan tener por otros, pues toda la clase criolla colabora para mantener el statu quo, cerrando filas ante cualquier ambicioso, de la clase que sea, que invariablemente será señalado de dictador para movilizar a la sociedad entera, cautiva de esta ideología por la costumbre, en su contra. Tal fue el caso de Tomás Martínez Guerrero (1820-1973), caudillo conservador de la oligarquía criolla que, por intentar reelegirse para brindar continuidad y robustez a su proyecto político, fue atacado por su propio partido y hasta privado de sus honras fúnebres como héroe de la Guerra Nacional.4

Partiendo de este entendimiento, tiene sentido que la reelección sea tan demonizada por los intelectuales que financia el establecimiento. La reelección atenta contra el balance de poderes que las clases dominantes establecen porque amenaza con generar un punto de autoridad personal y visible desde el cual pueda crearse un cambio verdaderamente revolucionario.

III. La dictadura progresista.

En Nicaragua, salvo por la de Martínez Guerrero, las dictaduras han sido procesos de profundo cambio social.

José Santos Zelaya trajo fin a una sucesión de tres décadas de gobiernos conservadores que mantuvieron en el país las formas tradicionales de sociedad. Zelaya intentó desenraizar a la religión católica, centralizó el poder y extendió la influencia del Estado sobre el ciudadano común a través de la educación pública obligatoria.

Los Somoza, aunque coquetearon con ideologías conservadoras, en última instancia continuaron el proceso de liberalización iniciada por el zelayismo. Fue bajo Anastasio Somoza García que Nicaragua dejó de ser un Estado confesional católico en 1939. Fue bajo Luis Somoza que se aprobó la autonomía universitaria y en los tres gobiernos de apellido Somoza hubo un aspecto feminista que promovió la integración laboral y política de las mujeres.5

Ni hablar de la completa transformación y degradación que supuso la revolución, sandinista encabezada por Daniel Ortega, a partir de 1979.

Pero es precisamente porque las oligarquías nacionales han optado por un modelo «democrático», ya entendido como «tradicional», que los caudillos optan por discursos progresistas que apelan a una «liberación» de la percibida opresión de los plutócratas.

Al haber renunciado al caudillo como medio de control de la sociedad, su sistema se enfrenta constantemente a la ambición humana por ocupar el centro de la sociedad (el Poder), a la naturaleza humana de subordinación al Poder y a la alianza natural consiguiente que aparece entre el gobernante carismático, paternalista, y las masas populares. Es una batalla de todos los tiempos y todas las eras en que las clases dominantes están destinadas a perder si no comprenden esta dinámica, como explica el autor británico C. A. Bond en su obra Némesis (2019):

…para el Poder central, los subsidiarios son competidores, siempre tratando de limitar y controlar sus acciones. Para la periferia, los subsidiarios son las manifestaciones inmediatas de una autoridad cansina que la colman de pequeñas tiranías. Por tanto, ambas categorías están alineadas contra los centros subsidiarios, por razones diferentes, pero alineados de todos modos. Es por esto que, en el conflicto entre el Poder central y sus subsidiarios, generalmente la periferia está del lado del Poder central. Al hacerlo, la periferia facilita el reemplazo de subsidiarios por parte del Poder central. Por supuesto, este cambio de centro no es visto por la periferia como tal; más bien, la reestructuración de la obediencia al Poder central es presentada por este, naturalmente, como simple liberación de la periferia y no como el reemplazo de unas autoridades (subsidiarios) por otra (el Poder en sí mismo). La periferia, así mismo, ve al proceso como uno de liberación, no como la sumisión ante una nueva autoridad, y es en esta esperanza, de acuerdo a de Jouvenel, que encontramos «la causa principal de una permanente complicidad de los súbditos con el Poder, el verdadero secreto de su expansión».6

III. La verdadera naturaleza del poder.

Y este otro autor que cita al final, Bertrand de Jouvenel (1903-1987), explica también que el Poder es central a toda sociedad y que su naturaleza es una de fija expansión, centralización y competencia contra otros poderes subordinados. Así lo definió en su obra Sobre el Poder (1948):

El Poder es autoridad y tiende a tener más autoridad. Es Poder y tiende a ser más Poder. O, si se prefiere una terminología menos metafísica, las voluntades ambiciosas, atraídas por la seducción del Poder, le prestan su energía, ejercen su acción sobre la sociedad para dominarla más completamente y extraer de ella más recursos.7

Para de Jouvenel, como para Bond, el poder no es primordialmente ni un recurso ni una serie de relaciones: el poder es ante todo una entidad. En sus análisis emparentados, ambos ven al poder como el centro de atención compartida de la sociedad, un centro que puede estar ocupado por diversas ficciones culturales o por un individuo en concreto. Esta entidad tiene una dimensión religiosa y es útil considerar así al poder para nuestro análisis relacionado a la sociedad nicaragüense.

El Estado que defiende la oligarquía criolla es un Estado donde la autoridad está difuminada; mientras el Estado que surge naturalmente a través de los procesos históricos, a través de la centralización y fundamento de un poder ocupado por una persona de gran capacidad unificadora, pero sin una institución o facción constante que la defienda como sí ocurre con el modo democrático de gobierno, es un Estado donde la autoridad es clara y visible en todo momento.

Esta claridad y visibilidad ha tenido que jugar con la tradición nicaragüense de republicanismo, pero la más de las veces es la tradición la que sale perdiendo pues evidente es el ejercicio de este poder.

IV. El gobierno unitario.

Así podemos contestar la pregunta: ¿cuál es el problema de la reelección? El problema es que la reelección desnuda las ficciones burguesas sobre el poder en Nicaragua, necesarias para mantener a los elementos de una clase dominante neurótica y destructiva que por renunciar al caudillaje, permitió que este degenerara en manos de transformadores y revolucionarios.

Al darle un rostro al poderío estatal en una forma pre-moderna, queda al descubierto el hecho de que este ser, el Estado, es un organismo en sí mismo y no una mera herramienta del que todos hacen uso.

Queda claro también que el poder no es algo del que todos seamos partícipes, sino apenas unos cuantos, y que esto es inevitable, y que el caudillo, si es convertido en monarca, la más de las veces actuará en beneficio de su pueblo por imposición de su papel natural como eje unificador de la sociedad toda, tal como explicó de Jouvenel:

El monarca no es del todo designado por la colectividad para satisfacer las necesidades de ésta. Es un elemento dominador parasitario que se ha desgajado de la asociación dominadora parasitaria de los conquistadores. Pero el establecimiento, el mantenimiento, el rendimiento de su autoridad están ligados a una conducta que beneficia a la mayoría de sus súbditos.

Es una singular ilusión suponer que la ley de la mayoría sólo funciona en democracia. El rey, que no es más que un individuo solo, necesita, más que cualquier gobierno, que la mayor parte de las fuerzas sociales se inclinen a su favor. Y como es propio de la naturaleza humana que la costumbre engendre el afecto, el monarca, que al principio obra por interés del Poder, obra también con amor, para acabar obrando por amor. Reaparece, pues, el principio místico del rex. Por un proceso muy natural, el Poder pasa del parasitismo a la simbiosis.

Salta a la vista que el monarca es a la vez el destructor de la república de los conquistadores y el constructor de la nación. De donde el doble juicio formulado, por ejemplo, sobre los emperadores romanos, maldecidos por los republicanos de Roma, bendecidos por los súbditos de las lejanas provincias. Así inicia el Poder su carrera, rebajando lo encumbrado y exaltando lo humilde.8 (énfasis mío)

Los beneficios del gobierno unitario y continuo son claros: una visión a largo plazo de la administración de los recursos estatales, una armonía social precipitada por el apego a tradiciones ancestrales y por la posición indiscutible del monarca por encima de los desacuerdos de nimios funcionarios.

Mientras que un presidente no puede sostener la legitimidad basada en el visto bueno del pueblo porque la opinión del pueblo es algo cambiante y sujeto a mil variables, el monarca sobrepasa al pueblo y se sostiene de algo superior, como la divinidad, la costumbre, la utilidad, aunque casi siempre una combinación de esos tres conceptos.

Esto no debe interpretarse como una celebración acrítica del gobierno unipersonal. Después de todo, sigue siendo «-personal» y cada persona es diferente, pero la consistencia con que las administraciones republicanas nos han impuesto gobernantes cada vez peores, que perpetúan y acrecientan la rapiña por verse más administradores temporales que propietarios de «la cosa pública», es suficiente para desestimar las críticas de que este sistema nos dejaría «a merced del azar».

Conclusión

La solución a los problemas de inestabilidad política en Nicaragua no es construir «instituciones más fuertes» porque eso sólo crea sistemas laberínticos que dificultan la gobernanza del país y engendran tiranías peores y más resilientes que las de cualquier monarca.

Si las clases dominantes quieren mantener su lugar como defensores de la identidad nacional, deben entender que el caudillaje y el monarca son certezas históricas. No comprender el papel de esta figura, sempiterna en el horizonte político de la humanidad, y despreciarla permite que los elementos más disruptivos y caóticos la ocupen y la utilicen en contra del orden social.

Los problemas de legitimidad en Nicaragua son endémicos porque las clases dominantes pretenden dominar a la vez que hacen creer a los dominados que el poder es suyo.

Referencias

1. Carrión, G. & Marenco, S. L. (2018). La reelección presidencial en Nicaragua: la historia se repite. En: Mejía, J. (Coordinador). La reelección presidencial en Centroamérica: ¿Un derecho absoluto? Equipo de Reflexión, Investigación y Comunicación de la Compañía de Jesús. El Progreso, Honduras. p. 53. Recuperado de: https://www.corteidh.or.cr/tablas/r38379.pdf

2. Medina, F. (2019). El Preso 198. Un perfil de Daniel Ortega. Editorial La Prensa. Managua, Nicaragua. p. 167

3. El trabajo lidia con México pero en todos los territorios de la corona donde hubo guerra, los ejércitos realistas estaban compuestos en gran medida de indígenas: Von Wobeser, G. (2011). Los indígenas y el movimiento de Independencia. Estudios de cultura náhuatl, 42:299-312. p. 13:

…una vez lograda la independencia pocos fueron los beneficios inmediatos que obtuvieron los indígenas y más bien resultaron perjudicados. les afectó el receso económico y la inestabilidad… les fueron adversas las nuevas leyes… se disolvieron las repúblicas de indios y las llamadas parcialidades o entidades indígenas situadas dentro de algunas ciudades; se suspendió el régimen jurídico especial de que gozaban, que incluía la existencia de juzgados para los indios, y, lo más grave, se abolió la propiedad comunal de la tierra.

En conclusión, podemos decir que los indígenas que participaron en el movimiento insurgente lo hicieron mayoritariamente por motivos personales o comunales locales. Su propósito no fue lograr la independencia de Nueva España ya que no tenían la conciencia de este territorio y su relación con la corona sólo era de súbditos que buscaban protección. sus intereses se circunscribían a sus comunidades y pelearon por la esperanza de mejorar su situación socioeconómica, para resolver rencillas locales, problemas con los actores inmediatos, como eran los pueblos vecinos, las haciendas, los funcionarios reales y los clérigos. Si a estas conclusiones añadimos que la gran mayoría de los indígenas no participó en la guerra de insurgencia, y que muchos lo hicieron del lado realista tenemos un cuadro distinto al tradicional sobre el movimiento insurgente.

4. Biblioteca Enrique Bolaños (s. f.). Biografía de Tomás Martínez Guerrero. Biblioteca Enrique Bolaños. Recuperado de: https://tinyurl.com/3k7bcpfa

5. González, V. (1998). Del feminismo al somocismo: mujeres, sexualidad y política antes de la Revolución Sandinista. Revista de Historia-IHNCA, (11-12), 55-80.

6. Bond, C. A. (2019). Némesis: el modelo jouveneliano contra el modelo liberal de los órdenes humanos. Imperium Press. Perth, Australia. p. 7

7. de Jouvenel, B. (1948). Sobre el Poder: historia natural de su crecimiento. Instituto Cato (Trad. Unión Editorial, 2008). pp. 140-141

8. Ibid. p. 103