Texto de @LegoRomano
Tiberio despertó de una sacudida salvaje, el sofá estaba sobre su cuerpo. La casa había perdido la forma y todas las luces se habían desvanecido; la oscuridad del sueño se amalgamó con la oscuridad de la vigilia.
Forcejeó contra la sombra, golpeando su cuerpo contra objetos que resultaban familiares pero desgarraban su piel. Un quejido compartido por un millón de voces brotó de cada dirección mientras sentía que las manos le sangraban. «¡Tiberio!» escuchó, entrecortado por «¡Aulo!» en un rincón, «¡Galo!» en otra esquina, «¡Helena!» como inicio en una larga sucesión de nombres a la distancia, llamados a padres y madres, o sólo un sollozo indistinguible.
—¡Aquí estoy!—gritó Tiberio, y lo repitió hasta quedar agotado de gritar.
Sólo sus jadeos ahogaban las bullas. Con los brazos barrió a través de piedras, tablas derruidas y filosas. Así sintió la lobreguez en las manos, luego cayendo sobre su rostro, manchando su cuerpo entero.
Pero avanzaba, Tiberio se hacía paso por las tinieblas usando cada hueso suyo, cada parte de su carne, y al ritmo de un jadeo que salía disparado de su cuerpo contra los pedruscos y volvía a él, aturdiéndole. Ignoró el olor a hierro y tierra que lo golpeaba, ignoró los gritos apiñados en el aire, encima de su cabeza, y el dolor de cortadas profundas tuvo que desestimar. Rompiéndose las uñas dio un último manotazo, lanzando los escombros fuera del camino, y la oscuridad que vio era diferente: la cama de los astros.
Alzó su cuerpo sobre la tierra, tembló. Pudo ver la sangre en sus manos esbozada por el resplandor de la luna; a su alrededor, el cadáver de su casa. Todo estuvo mudo en el instante que supo estar vivo, pero de nuevo entró a golpear sus tímpanos el derredor. Ahora era él quien repetía una lista de nombres con la garganta seca y dolorida mientras, a paso tímido, pasos lacerantes, transitaba los escombros.
—¡Aulo!, ¡Galo!, ¡Helena!—y agregaba—¡madre!—al final.
Sólo dejó de gritar cuando una mano tocó la suya. Tiberio dio la vuelta, un cuerpo se abalanzó sobre él. Lo atrapó con ambas manos, por instinto, y sintió el dolor de todas las heridas si bien apenas pesaba. Aun con el resplandor de la luna no pudo ver de quién era el rostro, y menos vería cuando luces fulminaron su vista. No fue sino hasta sentir el calor llegando con el viento, tras entender que debía irse, que el rostro de su hermana, Helena, la menor, fue visible.
No supo Tiberio si la sangre que la cubría era propia, ni cuánto era sangre y cuánto tierra, ni si el rostro de la niña era de muerta o desvanecida, pero la llevó, en brazos, lejos del fuego, hacia la calle, o donde recordaba que alguna vez hubo calle.
La oscuridad retrocedía y los astros se hundían en su cama celeste conforme el fuego tragaba los restos de la ciudad. Figuras humanas corrían, chocaban, se lanzaban a pelear entre la madera de los postes caídos, o finalmente sucumbían a la presión.
Hacia donde mirara, Tiberio lograba ver sólo ruinas en llamas y sombras de ruinas; adonde volteara sonaba el mismo quejido humano de un millón, las almas que lo recibieron al despertar; nombre tras nombre se amalgamaba en un chillido sin significado y, si bajaba la cabeza, veía el rostro de la niña, hecho más pálido aún por la suciedad cubriéndole la piel, y veía su cuerpo sobre sus manos, y sentía el dolor de haberse cortado la piel de los brazos, y el olor a sangre mezclada con tierra, y pronto un olor a carne, caucho, concreto y acero todos hechos una sola cosa por el fuego.
En ese momento sólo se le ocurrió caminar entre las órbitas erráticas de los desesperados. Por donde pudiera pasarse, donde hubiera un camino sin obstáculo ni fuego, Tiberio deambulaba con la niña en brazos. Su andar marcaba el paso de una multitud que se engrandecía tras él. «Un ejército de muertos», lo primero que vieron los soldados que llegaron a auxiliar la ciudad.
* * *
La casa de su padre era humilde, apenas una choza rodeada de naturaleza. Tiberio caminó bajo la sombra de jocoteros y árboles de mango, oyendo el rumor de un río que gentil acariciaba la tierra, antes de acercarse y abrir la puerta.
Crujió la madera. Tiberio oyó la voz de un viejo llamando a alguien, pero nada pudo distinguir. Se detuvo en la sala, no más que unas cuantas sillas alrededor de una mesa puesta contra un biombo de madera simulando una pared. La luz rompía contra el polvo que la brisa trajo, daba forma al lugar. En la mesa y en el biombo, clavados, había papeles con toda clase de garabatos y líneas; libros había, más viejos que el mismo país, casi ninguno en castellano y todos llenos de polvo. Sólo una imagen de la Virgen del Hato permanecía impecable, ocupando el centro de la mesa entre manojos de flores blancas. Tiberio observó los detalles en el sombrero de la Virgen, en sus ropas azul cobalto. Pensó en su madre, en el llamado constante del viejo.
Tiberio dio la vuelta al biombo, penetró hacia el otro lado.
—No está—impuso.
Pero no había necesidad de imponer. El viejo luchaba por respirar en ese espacio apenas iluminado. Luchó más todavía irguiéndose para sentarse en el catre. Levantarse debió suponer un esfuerzo sobrehumano. Parecía un manojo de alambres cubierto por tela y cuero. Conservaba el pelo ensortijado, negro todavía, pero cubierto de lagunas de canas. El viejo pasó a su lado para dar con la sala, usó su mano para escudar su vista del sol que entraba por la puerta. Temblaba.
—Venite—le dijo a Tiberio—, quiero verte bien.
Otra vez volvió Tiberio a la luz. Tomó asiento al lado de la mesa mientras el viejo, de pie, escarbaba entre sus papeles y libros.
—Te llegaron las cartas, ¿verdad?—preguntó Tiberio.
—Sí—contestó el viejo.
—¿Entonces por qué pensaste que era mi mama la que vino?
—Supongo que…—el viejo volteó la cabeza hacia Tiberio—Supongo que pensé que ya me había muerto.
Tiberio se extendió para ayudar al viejo a sentarse, él mismo se sentó de nuevo. El viejo pudo verlo al fin, lleno de cicatrices en brazos y rostro, pero vivo todavía. En esencia seguía siendo el rostro que ahí mismo le había dicho, lunas hace, «papá, quiero ser poeta» y todo por verlo y oírlo a él ser poeta. La imagen de aquel día, con un sol parecido y una brisa similar, incluso con los mismos sonidos agrestes, golpeó a Tiberio al encontrarse con su mente de adulto. Ahora Tiberio deploraba al viejo, a su vez sintiendo que no era lo correcto. Le parecía un lisiado negándose a caminar en absoluto sólo porque necesita muletas; era todo o nada con él, la perfección o el olvido, y fuera de esa choza, mientras se ahogaba en los mismos enunciados una y otra vez, lo estaban olvidando. Temía acabar así.
El viejo desenterró un rosario de entre los papeles de la mesa, liberando a Tiberio de su propia mente con el ruido. Entonces lo invitó a rezar.
—Por el alma de tu madre, de tu hermano Aulo—le propuso—, y por el bien de tu hermana, Helena, y del pequeño Flavio
—Galo—corrigió Tiberio.
El viejo, absorto, prosiguió.
—Y por tu bien, hijo.
* * *
También por el alma del viejo tuvo Tiberio que rezar. Cargó el ataúd junto a dignatarios e intelectuales, hombres de los que sólo había leído. Los vio sudar sus trajes finos, pavonearse con sus sombreros altos, llenar de polvo sus zapatos negros por el camino hacia un cementerio en la cabecera del departamento más tórrido del país. Tiberio dialogó con ellos ya inhumado su padre. Una vez más dibujó la sombra de «el titán» que, decían, «fue el viejo con sus palabras»; todos se quitaban el sombrero cuando lo nombraban.
Partieron luego, casi a rastras llevaron a Tiberio a una cantina y ahí, beodo de pena, le animaron a reponer al viejo escribiendo para el suplemento literal del diario del país. «Ya te leímos, sos una promesa» dijeron una y otra vez.
—¿Y cuánto me van a pagar?—inquiría Tiberio y enfatizaba que de verdad necesitaba el dinero.
«Por eso no te preocupés, chavalo» contestaban todos tras echarle lisonjas, pero sin perder lo gallardo.
Tiberio vio su nombre en antologías, publicó un par de libros de poemas y uno póstumo de su padre concluyó. Aquella obra—una narrativa imaginada en primera persona de su tocayo, Tiberio Julio César Augusto, «azote de los marcomanos», desde infante hasta morir—lo consumió, pero acabó alabada como única en su tipo en el corto tiempo que pudo encontrarse en librerías. De ahí disfrutó de la celebridad tras dar cátedra en facultades liberales, de historia o de poesía, cautivando a los chavalos más alborotados por los idealismos que entonces arrasaban en las academias.
Con todo eso, y con lo que pudo sacar de la choza del viejo, bastó para reconstruir su hogar y nada más. Él mismo reedificó los muros, colocó las tejas; la hubiera bendecido si ordenarse clérigo no implicara alejarse de sus hermanos.
Pero, muertos los intelectuales y los dignatarios, hubo un mes sin suplemento, y otro mes, y luego otro. Llegó la guerra y por años no hubo letras en el periódico ni interés en las cosas viejas, sino hostilidad. Lo agarraron los beligerantes y lo sometieron a juicio popular. «¡Inocente!» concordó el jurado reunido en una plaza deportiva, pero la mancha nunca se borró y era más visible en las facultades que en la calle.
Los que leían, aunque ahora eran más, ya no leían a Tiberio, no leían a su padre. Muchos no leían en absoluto, aunque cada semana todo barrio reunía una caterva de poetas y ensayistas en alguna de sus esquinas. Tiberio veía de lejos esos mitines, lamentando cómo, por culpa de ellos, «el precio de la palabra se desplomaba».
Para entonces Helena no recordaba la vieja casa, ni cuán grande fue la vida en ella, cuánto se podía respirar incluso con el calor; ahora era una misma habitación para casi todo, y a veces no sentía que era parte de eso. Galo, el pequeño, no podía recordar. Cargaba una expresión triste en el rostro, una postura inquietante en el esqueleto y sólo hacía sonidos extraños, y reguero, y rabietas.
—¡Ya no quiero vivir con él—exigió bufando la niña Helena, ya menos niña, cuando el pequeño Galo rompió sus «papeles importantes» que mantenía, como su padre, desperdigados sobre una mesa en la sala-comedor.
—Es tu hermano—sentenció Tiberio, paterfamilias, desde la cocina, a pocos metros preparando la cena.
—No me importa—Helena le escupió a su hermano—¡Lo odio!, ¡lo odio!—añadió, empujándolo.
Galo cayó al piso, soltó alaridos y ella trató de correr, pero ni forcejeando, ni mordiendo sus brazos fuertes, ni pateando sus piernas pudo escapar de Tiberio. En contra de su voluntad acabó sentada, observándolo limpiar con un trapo al niño. Ambos pares de ojos se parecían, pero Tiberio clavaba los suyos en ella cuando le hablaba, mientras Galo parecía perdido.
—No es su culpa ser así—su tono fue calmo—y lo sabés.
No dijo nada Helena, no hizo más que verlo impotente, apreciando sus cicatrices. Y Tiberio la vio, como todos los días debía verla para corregir su camino. Tomó a Galo en sus brazos, gritando todavía, y con dificultad lo cargó lejos, hacia un rincón lleno de garabatos en las paredes y hojas con extrañas figuras pintadas.
Tiberio, firme, le recordó a Helena que debía guardar sus cosas para que no volviera a ocurrir. Ella no dijo más. De memoria y de los trozos reescribió sus papeles. Ya le había dicho a su hermano que quería hacer poemas como él y Tiberio se alegró, pero no pudo hacer más que alegrarse.
Esa tarde Tiberio fue a misa con sus dos hermanos. Recorrieron el trayecto aún con estructuras ruinosas a sus costados, algunas ofreciendo sombra como último acto en su decrepitud. Entrando a la iglesia, Galo parecía volver en sí. A veces soltaba palabras, notando que su ropa se veía y olía bien, que su hermana había crecido bastante, que la misa ya no era latín y no se la sabía. Preguntaba por su padre y por su madre.
—Están enfermos, en casa—decía uno u otro de sus hermanos.
—Pero si mi papa vendría hasta con las tripas de fuera a misa—replicaba extrañado.
Y con la música, y las palabras sagradas, se emocionaba Galo junto a sus hermanos.
Pero ese día Tiberio oyó la misma con oído diferente; algo en el aire estaba mal. El hombre en el altar, viéndolos de frente con su faz barbuda, de tono demasiado blanco y acento seseante, de pronto le pareció a Tiberio «un bárbaro». A sus adentros preguntó qué significaba eso, pero no supo responder.
De todos modos, con unos parpadeos forzados disipaba el malestar. «Falta de sueño», diagnosticó, y para estar seguro veía a Helena, concentrada en la homilía. Tiberio fue a comulgar, dio las paces. Cantó lo que tuvo que cantar y regresó a casa con sus hermanos a cada lado. Galo dejaba de hablar con sentido a medida que las campanadas de la iglesia perdían la fuerza y Helena, extrañamente locuaz, sonriente como casi nunca se le veía, desmenuzaba todo lo que el padre predicó. Tiberio, andando, contestaba sus dudas, explicaba orígenes etimológicos y explayaba la sabiduría de los tratados exegéticos que su padre nunca publicó.
Ya ante la puerta de la casa, con el sol imprimiendo sus naranjas y rojos en todo lo que la sombra no se impusiera, sobre tantas ruinas, Helena se detuvo. El rostro suyo cambio entre parpadeos; ahora una mueca atónita la dominaba.
—¿De qué hablan ustedes dos?
Tiberio, confuso, no entendió la pregunta. Respiró hondo, volteó la vista para despertarse a sí mismo con los colores de la tarde. Entonces cayó en cuenta, apreciando los ademanes de Helena, que todo el trayecto lo pasó hablando con Galo.
Tartajeante, incoherente Galo.
* * *
Tiberio se fugó de casa meses después, cuando todos dormían. «Había pasado los días hablando sin pausa ni dicción» explicó Helena a los constables, «así mismo, como si oyera a mi hermano», y Galo soltaba una rastra de sinsentidos, como intentando demostrar que entendía la situación, como tratando de ayudar.
Por toda la ciudad se escuchó el rumor, «desapareció el famoso Tiberio, poeta hijo de poeta» y por vez primera desde que sus libros fueron celebrados, y sus ensayos tomados en cuenta, estuvo en boca del país.
Lo encontraron dirigiendo, a los muchos días, un contubernio de vagabundos que amenazaba con convertir en legión que llevar marchando hacia al campo de marte, pasando sobre la academia militar, para tomarse el palacio de la presidencia. Duelos y persecuciones, caos que ni la guerra trajo, se desarrollaron en las aceras y calles de la ciudad hasta que los constables pudieron acorralar a la masa humana.
Cuando los constables pudieron localizarlo, lo hallaron sobre una estatua con forma de caballo al centro de una rotonda. Desde ahí dictaba estrategias y tácticas en una lengua extraña y los demás hombres errabundos entendían, y cada uno cumplía su función en la defensa del castro; levantaban barricadas de adoquines, sus lanzas y escudos hechos de basura urbana apuntaban hacia afuera en formación de testudo.
El primer día de sitio, una muchedumbre se congregó alrededor de la rotonda. «¡Tiberio!, ¡Tiberio!» le gritaban, y eran tantos que cortaban el tráfico de la rotonda. El hombre elevaba los brazos en gesto de majestuosidad, entendiendo los gritos como loas, elogios a su dignidad imperial, pero les contestaba:
—Cūr dīcitis «Tiberiō»? Usāte vocātīvum! Tiberiī est! Tiberiī!
Y nadie sabía qué decirle de vuelta.
El segundo día de sitio, Helena apareció. Tanta angustia le había robado más el color. Ya no parecía tan niño con el ceño fruncido. Pidió a Tiberio que bajara del caballo, y que dejara cortar su barba y le bañaran. Le prometió que todo iba estar bien si volvía.
—Numquam tēcum ībō, Jūlia. Numquam tēcum reveniam! Solō cum Vīpsāniā ībō! Venīte, Vīpsānia! Venīte, cāra!—le gritó.
Y Helena no supo qué más decirle.
Al tercer día ya se habían unido al asedio, del lado de los vagabundos, los mejores estudiantes de literatura hispánica que la universidad nacional jamás tuvo, como si aquella fuera otra cátedra del grande.
Toda la tarde y toda la noche recitaron los poemas que Tiberio algún día escribió. Los interpretaron como canciones, los adaptaron como performances vanguardistas. Fumaron alrededor de fogatas improvisadas, cocinando carne dudosa que lanzaban como ofrenda «al gran Tiberio, a su grandeza revolucionaria y avant-garde», y esquivaban los orines y cagadas que Tiberio obsequiaba dejando caer.
En la madrugada, los constables abrieron fuego. Ya habían limpiado la rotonda cuando el sol empezó a salir. Helena, con Galo de la mano, se hizo paso por la rotonda una vez más, cuidando no pisar los charcos de sangre ni las partes cercenadas de los cuerpos de los jóvenes y los pordioseros. Otra vez suplicó, rasgándose la voz, que bajara de la estatua porque lo iban a matar.
Así fue como Tiberio notó que varias armas le apuntaban desde abajo, y varios días de inanición, de sol y frío, fulminaron al fin su carne llena de cicatrices. Helena lo vio soltarse del caballo y desplomarse desde la altura de aquel monumento. Siguió con la vista la trayectoria que hacía su cuerpo camino a tierra. En ese instante quiso atestiguar el impacto, pero cuando ya hubo mirado al pedestal que sostenía a la estatua y oído a los constables acercándose a la escena, corriendo y gritando como animales, Tiberio yacía acabado bajo la sombra del caballo de piedra, la sombra que lo refugiaba del sol de la mañana recién emprendiendo su vuelo.