La tierra en herencia

Texto de Russell Antonio Vargas.

El tiempo es una impostura del enemigo del género humano, que cayó en la desesperación por la perennidad de las almas. Estamos siempre en el siglo XV, tal como en el X, tal como en el momento central de la Inmolación del Calvario, como antes de la venida de Cristo. Estamos realmente en cada uno de los pliegues del tejido multicolor de la historia antigua. La historia es como un sueño, porque está construida sobre el tiempo, que es una ilusión muchas veces dolorosa y siempre inasible…

—León Bloy

Cuando construyeron el gran canal interoceánico había visto emerger del subsuelo especies extrañas de reptiles que rápidamente se dispersaron entre la población. Por esto él se volvió una especie de conspiranoico, hablaba mucho de los reptilianos y de otras cosas extrañas. Luego cuando tuvo mayor conocimiento de las cosas, se guardó para sí esas evidencias y se dedicó a leer todo lo que caía en sus manos.

Leyó los clásicos de la literatura, los libros sagrados de todas las religiones, y esto le pareció muy edificante para su espíritu. Leyó también a los contemporáneos, pero se hartó rápidamente de ellos. Estaba de moda la new age, los libros de auto-ayuda, el cientificismo, el revisionismo histórico y, en literatura, las utopías transhumanistas que instauran el paraíso técnico en la tierra, y las distopías pseudo-apocalípticas que someten a la humanidad a la inteligencia artificial o a los aliens. Él intuía otra cosa sobre este último tema. No oía la voz de Dios, pero empezó a tomar su propio nombre muy a pecho. Se llamaba Israel y alguna vez se había lamentado porque la Concha, su madre, le había puesto ese nombre tan ajeno.

Guatemala se fue a Guatemejor, El Salvador dejó de ser el pulgarcito, Honduras tocó lo más alto, Costa Rica se enriqueció más, Panamá siguió siendo la Nueva York del istmo y Nicaragua no volvió a ser república, como soñaron los criollos, ni colonia de ningún imperio. Llegaría a ser algo mucho mayor e inimaginable pero, antes, fue parte del primer mundo junto con sus países hermanos. El primer mundo en el que Israel era como un anacronismo, un ser ridículo, el retrograda del siglo de la máquina. Era conocido en Rivas y sus alrededores, «el conejo ignorante», le gritaban cuando pasaba por las vías con su rosario de hijos. «El enemigo del medio ambiente». «El millennial medieval, el bárbaro», otros de los adjetivos que le endilgaban.

Pero entonces todo cobró sentido para él cuando engendró doce hijos: José, Daniel, Isaías, Moisés, Ezequiel y Abraham, hijos de la Sarita, su primera mujer, que murió en el último parto; y Eva, Ruth, Pedro, Pablo, Juan y Judas, hijos de la María, su segunda y última esposa. Cuando Israel tenía cuarenta y cinco años ya aparentaba setenta porque los hijos absorben a sus padres y los padres dan su vida por los hijos. Trabajaba de herrero y tenía una finca en las afueras de la ciudad, cerca del canal.

El primer mundo con el que habían soñado todos los demócratas era una realidad en Centroamérica. Pero Nicaragua estaba destinado a ser algo mucho mayor. Hubo mucho progreso. Prohibieron el reguetón, ruido que incentivaba la reproducción de los pobres y esa sólo había sido una de las primeras medidas.

A mayor bienestar, menos libertad. Se prohibieron muchas cosas. Desapareció el comercio informal de las calles y mercados, ya nadie te decía amor para venderte una camisa. Se prohibieron los piropos y las corridas de toro, los circos con animales; los enanos dejaron de ganarse el pan de cada día en lo que mejor hacían. Estas son menudencias. Tomó fuerza el Metaverso, el veganismo, el aborto, la zoofilia, la eutanasia, la ayahuasca, el yoga, el culto a Gaia —y al Gay—, la pederastia, el canibalismo y demás cosas por el estilo. Lo más grave es que el progreso había pasado factura al índice de natalidad mestiza. El mal llamado genocidio blanco del mundo anglosajón, que no fue más que un suicidio colectivo, se llamó «genocidio negroide-mestizo» en esta latitud. Pero aquí hubo dientes de leopardo y colmillos de pitbull en juego.

Israel y sus doce hijos eran como una vejación al espíritu de la época. Por esto y por haber matado un cerdo en el mes de la dieta vegana fue llamado a un juicio por la custodia de sus tiernos Juan y Judas. «Por perjuicio a la bienandanza de la Pachamama o del medio ambiente» los niños iban a ser ritualizados.

—Ya no podemos tolerar su comportamiento —dijeron imperiosos los comisarios ecológicos—. Además de haber matado una vaca en el día de Buda, tiene la desfachatez de haber descuartizado un cerdo sin respetar el día del despertar vegano para alimentar a sus mugrosos. Nos vemos en la obligación de quitarle la custodia de sus dos hijos menores porque es inaudito darles carne a los niños y usted ya ha abusado mucho de esta perversión.

—Antes de que eso suceda, prefiero que me maten o que me metan al calabozo —dijo Israel, llorando.

—Ya es demasiado tarde, Israel. Tu dios esta vez no ha escuchado tu llanto. En este mismo momento tus dos pequeños ya están en nuestra sede. Ahora no podrá decir usted que es el Israel de dios. La divina fuente de la que todo emana no es una fuente tribal, ella no tiene preferencias. Entienda esto y lárguese de aquí.

—Mi nombre sólo es una voluntad de mi madre. Ustedes también eran el Israel espiritual de Dios, pero han blasfemado tanto que los vomitará de su boca, como vomitó al Israel carnal, al antiguo pueblo judío que lo cruci…

—¡Saquen a este payaso de aquí!, ¡no queremos escuchar más estupideces!

Y lo sacaron a empujones dos cíborgs animalescos con pies como de osos y boca de león.

Después de eso, Israel previó lo que iba a pasar y huyó a la montaña cargado de libros rigurosamente seleccionados, con sus diez hijos e hijas, y estos tuvieron más hijos e hijas con los nativos de la montaña. Llegaron a formar una pequeña comunidad rural estos hijos de Israel bajo la espesura del bosque, invisible a los satélites y a los radares, en algún lugar del atlántico donde se calentaban en fogatas las noches frías de invierno. Y leían los libros que habían rescatado como segunda distracción después de la caza y le pesca, violando las leyes vigentes.

Se cumplía un aniversario más de la Declaración universal sobre bienestar animal y en todo el cosmos conocido hubo fuegos artificiales, y vítores que resonaban en el bosque.

—¿Y qué es eso de los derechos animales? —preguntó María, ya anciana y olvidadiza.

—El derecho que tiene la serpiente para mordernos —dijo Isaías—, el estado de la naturaleza llevado a la legislación a favor de las bestias

—Tenemos que movernos pronto de aquí, pueden localizarnos —dijo Israel, recordando a sus infantes, temiendo que sus nietos pasaran la misma suerte.

—No se preocupe, papá —dijo Ruth, alargando la última sílaba—. Cuando eso suceda, nos inmolamos todos. Primero muertos antes que sacrificar nuestros retoños.

—Me cago en las bestias, ¿por qué no cambiamos de tema? ¿Quién nos lee más refrescante? —espetó Juan.

—Yo… Mirá —soltó Mateo, que estaba leyendo una novela futurista de Chesterton, aquel potente inglés que habían beatificado en los últimos tiempos de la iglesia, de título Napoleón de Nothing Hill, escrita en 1904—. Para que te sigas cagando en las bestias. Estas aparecen hasta en los libros que escojo al azar, en esta novela Chesterton toca el tema de Nicaragua en algunos pasajes, se lamenta de la modernización de Nicaragua en boca de uno de sus personajes, Mr. Fuego («algo desapareció de este mundo cuando Nicaragua fue civilizada») ex-presidente de Nicaragua exiliado en Inglaterra. Escucha esto que aparece al principio de la novela: 

Todos los cambios teóricos han acabado en sangre y tedio, si cambiamos hemos de hacerlo con calma y firmeza, como los animales, las revoluciones de la naturaleza son las únicas que triunfan. No se conoce ninguna reacción conservadora en defensa de las colas.

—Indudablemente, esto cae como anillo al dedo a la situación que estamos viviendo. Ese Chesterton era un brujo —finalizó Israel. 

Mientras tanto, en la Asamblea Global con doble sede en México y Bruselas, interconectados por poderosos enlaces de redes neuronales, en plena era acuariana se celebraba un aniversario más del ecumenismo de todas las religiones e ideologías. 

La presidenta del partido animalista europeo, mitad serpiente y mitad mujer, junto a su similar canadiense, mitad varón y mitad hiena —con la mona híbrida, que gobernó Centroamérica después de la evaporación de la democracia—, lograron persuadir a un tercio de la fauna global para hacer la última y definitiva revolución del mundo. 

—Seréis como hombres y vuestros cuerpos de erguirán —habló la serpiente-mujer, mujer-serpiente.

—¡El hombre es algo que debe ser devorado! —gritó el leopardo

—No nos olvidemos de la mujer —agregó un oso con anteojos, doctorado en género, representante de los omnívoros.

—¡Viva el partido bestialista unificado! ¡Nadie es como la Bestia! —gritaron todos, excepto el grupo de infrahumanos sentado al fondo y a la izquierda de la Asamblea Global, enmudecidos de espanto y de sudor.

Los animales, iluminados por estas sentencias, ocuparon el hemisferio norte de la tierra y los animales retrógrados permanecieron en el sur. De manera que lo que terminó de diezmar a la humanidad no fue la gélida inteligencia artificial, como nos vendían los genios de Hollywood, ni fue exclusivamente una rebelión porcina, como en la horrible novela de Orwell, ni mucho menos una invasión alienígena como pensaban los mariguanos. Fue el hecho sobrenatural de los animales protestantes.

Este tipo de consignas revolucionarias había sido el trending topic del siglo. El caso de los hijos de Israel no había sido aislado. La población mestiza se había alienado tanto en los goces mundanos que habían reproducido todos los vicios que llevaron a los anglosajones a su extinción. El mundo se había unificado por obra y arte de un hombre que tenía esposa, esposo y bestia, y que preparó el camino para este hecho sobrenatural. China, Tusia y los pueblos furiosos de oriente medio, Asia y África, todos se habían ablandado como encantados por serpientes. 

Jesús fue crucificado democráticamente por el Israel carnal y las bestias así fueron gloriadas en el tiempo de Israel Pérez. Aquellas que fueron consideradas impuras en la antigüedad, como la perra, la serpiente, la hiena y nuestra flamante mona centroamericana, cuyos aborígenes hicieron mucho ruido en el siglo XXI, y confabulaban en medio de nosotros, obtuvieron tal poder sobrenatural que hizo vibrar las eras.

En contraposición, también hubo una estampida de animales puros hacia las regiones del sur, una gran blancura de aves surcó los cielos hacia una Centroamérica despoblada e hicieron nido en Ometepe, y en el gran canal interoceánico, por donde ya ningún barco navegaba.

Y ya que el reino animal se había dividido en dos, como  en el  Deuteronomio, los animales protestantes impuros diezmaron rápidamente a una humanidad ya vegetativa, hollywoodesca, vegetariana, feminista, bestial y bestialista, y que vibraba muy alto, porque practicaban la religión de la era de acuario. Tan alto lo hacían que sus cuerpos eran devorados por leopardos y demás carnívoros endemoniados. Los pocos sobrevivientes no podían hacer nada sin pactar un número con la bestia, como en el Apocalipsis. Pero esto no es una fábula pesimista ni una pseudo-profecía. Está escrito y que esto sirva como una asimilación.

Solo y sólo un pequeño rebaño, los descendientes de los hijos de Israel Pérez y sus amigos, que seguían educando a sus hijos en las antiguas costumbres, y los hijos a sus nietos por sucesivas generaciones, se seguían alimentando de ovejitas pelibuey, pescado, vacas y aves, y aprendieron a hacer sacrificios de animales puros y agradables al Señor del Universo, al Dios desconocido que les recompensó, disolviendo todas esa maraña con el aliento de su boca y dándoles toda la  tierra en heredad.

—Es cierto lo que decía mi abuelito —dijo Marquitos cuando le contaron esta historia—. ¡Éramos una de las tribus pérdidas de Israel que vinieron a América antes de la conquista!

¡Bienvenidos a Nicaragua! ¡La tierra prometida, el reino de los mil años!