Tren a Managua

Texto de Pedro Senconac.

Rigoberto esperaba al tren que lo llevaría de Granada a Managua, el Distrito Nacional. La terminal estaba recién renovada, limpia. No había tanta gente aparte de unos pocos vendedores; era temprano. Rigoberto iba vestido como viejo, más viejo de lo que era. Con una camisa a cuadros blanca y gris, un pantalón de vestir caqui y zapatos de cuero. Su bolso, del que sacó dinero para comprar unas cajetas, también era de cuero.

La máquina llegó a tiempo, como era cada vez más común, y él aún no se acostumbraba al nuevo modelo de tren sin nariz y de colores vistosos. Añoraba la locomotora negra, quizá porque era más vieja que él. Ahora todo era joven, todo cambiaba, lo dejaba atrás con su paso seguro y veloz.

No pensó mucho al caminar hacia su asiento. Daba los buenos días, pedía permiso al toparse con cada pasajero y perdón si golpeaba a alguien con su bolso de cuero. Ya sentado, en la ventana, hubo tiempo para relajar cada músculo mientras se llenaban los asientos. Pasaron unos minutos, unos pocos tras la hora de salida. Empezaron a oírse quejas y Rigoberto dejó salir una risita leve; sentía que estaba en Nicaragua de nuevo

—¡¿Y a qué hora sale esta m…?! —se oía, entre más insultos casi al grito.
—¡Cálmense! —exclamó un trabajador del tren— Nos falta un pasajero.
—¿Ah, sí? Conque ahora hay tratos preferenciales —se oyó en voz femenina.
—Voy a meter un reporte —susurró otra mujer, más vieja.
—¡Cállense! Jue…

Y entonces unos pasos resonaron por todo el tren.

—No sea vulgar —reprendió una voz delicada pero varonil, con la ese bien pronunciada, sin mezclar palabra con otra—. ¡Buenos días! Me disculpo por hacerles esperar.

Rigoberto se acercó al borde del asiento y asomó la cabeza. No era el único curioso. Un uniforme formal resaltó, gris con medallas, gorra ornamental. Si los hombres de la Guardia Nacional con el verde olivo ya eran notables, este equivalía a un rótulo iluminado con neón. Iba armado con una pistola y era joven, «cada día más jóvenes salen de la academia», pensó Rigoberto.

Todos en sincronía regresaron a sus posiciones, disimulando, y hubo silencio. Habiendo estado solo ante esa ventana, Rigoberto supo de inmediato que aquel muchacho iba a ser su compañero. No le dio mucha importancia hasta que tuvo al uniforme de frente. Imponía tanto que sonaban a amenazas las cortesías, el apretón de manos parecía tortura con un alicate. La sonrisa —le pareció— ocultaba una mala intención, pero Rigoberto fue recíproco en todo, sin decir una palabra.

—Ay, al fin se acabaron las formalidades —dijo el joven soldado, ya sentado, quitándose la gorra.

El tren empezó a moverse. La terminal en la ventana se corría hacia un lado, perdiéndose en el movimiento las formas de cuerpos, vendedores, vigas de acero y suelos de concreto. Managua estaba a menos de una hora.

Rigoberto extendió la mano y ofreció un par de cajetas al joven soldado.

—Ah, son de coco —se le imprimió una sonrisa en el rostro—. ¡Gracias!

Las tomó y se las llevó a la boca al momento.

—Me llamo Julio —dijo—, Julio Irías. ¿Usted?
—Rigoberto —soltó entre dientes.
—Un placer, don Rigoberto. ¿Es usted granadino?

Rigoberto negó con la cabeza y volteó a la ventana. La ciudad era un gigantesco mural. Luego no hubo ciudad, sólo esbozos de industria. Luego ni eso, un montón de campo indistinto, animales de carga y ganado, al fondo cerros, volcanes quizá. Por varios minutos estuvo perdido en esa licuadora de elementos y musas, pero el joven Julio insistía en conversar.

—Oiga, don Rigoberto…

Volteó la vista hacia el soldado. Se vieron a los ojos, dos pares de ojos oscuros. Rigoberto notó las facciones del muchacho e inconscientemente las acercó a las suyas. No era afeminado, pero tenía cara de no haber visto combate real. «Un soldadito de juguete», pensó y parecía como si el joven le hubiera leído la mente, pero la intriga en su rostro la causaba otra cosa.

—Me parece que lo conozco de algún lado —entrecerraba los ojos cuando lo decía—. ¿De casualidad no es usted de Masaya?

Rigoberto se sobresaltó.

—No.
—Ah, pero su rostro me recuerda a Masaya. No sé por qué.

Julio soltó en carcajadas.

—No por su forma, quiero decir —y se disculpó antes de aclarar—; sólo me parece que lo vi ahí, no sé cuándo. ¿De dónde me dijo que era? De Granada no.
—Soy leonés.
—Ah, ¡como el general Somoza!

Rigoberto apartó la vista. Le entró una mezcla de náusea y vértigo. Tuvo ganas de golpear al joven Julio, pero se contuvo. Sólo dijo que sí, que era tan leonés como el hombre, sólo que un poquito más joven y mucho más pobre.

—¿Sabe? Mi padre estaba de escolta del general durante la gran defensa del ’79 —en sus ojos se encendió algo— y yo quise siempre ser como él. Por eso ahora estoy en la Guardia.

El joven se extendió por un buen rato relatando una historia bélica que su padre le contó. La hueste subversiva estaba por todos lados, bien armada, al punto que pudieron derribar aviones nacionales, y tenían colaboradores en cada cuadra, y en cada hogar había alguien que simpatizaba con ellos, listo para apuñalar por la espalda al primer guardia que vieran. Hasta había niños subversivos, niños que peleaban, dispuestos a tragarse una granada antes que ser rescatados de las barricadas por un soldado nacional, nacionalista. Pero también miles de voluntarios aparecieron para defender sus ciudades, sus hogares, a sus mujeres y a su estirpe. «Eso no lo enseñaron los periodistas extranjeros», decía Julio, exhibiendo desprecio al decir «periodista» y algo de asco al pronunciar «extranjero».

Todo eso su padre se lo relató y era cierto todo porque lo contaba con bastante confianza.

—A mi papa le encajaron pelotero porque era veloz y les regresaba las granadas a los sandinistas —perdió parte de las eses; estaba emocionado.

Rigoberto no puso mente. La terminología militar la sabía «en exceso», pensó; todo lo reconocía en el relato pueril y lo que no estaba, se lo imaginaba. La acción quedaba junta en una masa de palabras que le resultó vomitiva llegado cierto punto. Ya había pasado todo eso y entonces, sin saber cómo, la historia ya era otra. Por un momento Rigoberto sintió tranquilidad.

—A mi mama la mató la guerrilla.

Rigoberto fue transportado al campo de El Salvador, donde aprendió a disparar y dejó clara su intención suicida. El golpe de la bala contra el viento lo dejó sordo, le fulminó los sentidos un instante que el tiempo alargó por años y años hasta que estuvo en León y falló. En el frente sur oriental «Camilo Ortega» no iba a fallar a menos que muriera y sentía que había vivido ya demasiado. Era la ofensiva final, la última que tanto anticipó la dirigencia y él estaba listo para matar injustos y vivir el honor de héroe que la Providencia le negó tres décadas atrás. Con sus manos y su rifle iba a tumbar una dictadura burguesa y traer la del proletariado. Iba a hacer llover fuego sobre la casa de Somoza. ¿Se escuchaba?

Hacía años que el marxismo era su religión. Para esa fe, tumbar la puerta de la casa de un guardia no era sino la destrucción de la desigualdad. Esa fe tampoco sabía de moral, porque todo eran espejismos fomentados sobre relaciones materiales. Entonces violar a la mujer de un traidor de clase era parte del proceso de emancipación del proletariado. Y se convenció ciegamente de ello, y lo hizo sin culpa. Y como para su fe no había alma, no había vida más que la vida, entonces acribillar a la mujer de un traidor de clase y quemar su cuerpo mientras agoniza no es sino la furia del oprimido en la historia del triunfo del pueblo, lo único trascendental. Y él era el oprimido, «¡yo soy el oprimido!», así gritaba y reía mientras acababa con la burguesía.

—¡Hijueputa! —gritó su compañero al ver la escena— ¡¿Qué mierda tenés en la cabeza?! ¡Ya viene la Guardia!
—¡¿Qué?!

Escaparon por poco, casi ninguno sobrevivió. El plan salió mal. Algo había fallado. Rigoberto tuvo que matar a su compañero para callarlo. Desapareció en el campo donde le ayudaban campesinos que después aparecieron colgados durante el terror. Terminó en Costa Rica, pasó tiempo en Cuba lamentándose y oyendo los lamentos por todos los muertos de la gesta heroica. Y volvió en 1982 cuando hubo otra amnistía, otra mariconada de los Somoza bien recibida, pero esta vez no para pelear. Ya estaba viejo, no anciano, pero sí lo suficientemente añejo como para rendirse. Muchos hicieron lo mismo sólo para ser cazados como animales por vecinos o conocidos. Los jueces y fiscales reían, y «el pueblo» estaba feliz de no estar en guerra.

—Por eso me enorgullece decir que soy hijo de un héroe como él, y que me digan que me parezco a él —concluyó el muchacho su tragedia, sacando a Rigoberto de su pasmazón.

El muchacho tomó aire. Rigoberto lo miraba y estaba pálido, pero no lo advertía.

—Lo que no me enorgullece haber sacado de mi papa es lo mujeriego, eso sí no.

Rigoberto fingió una risa, Julio le imitó. Ambos callaron y el gesto se les perdió en la cara. El muchacho inspeccionaba el rostro del viejo desfigurado por el sol y tantos sudores expelidos, un bigote pasado de moda y cicatrices dispersas. No se había podido quitar de la mente cuán familiar le parecía. Habló tanto para seguirlo viendo sin que fuera extraño. También la pareció reconocer esa risa. Sí, estuvo ahí cuando vio a su madre deshaciéndose en cenizas escondido bajo la cama.

Apenas un segundo bastó para reconstruir la cadencia, para evaluar la calidad de la respiración. Siguió el silencio que no era sino la consciencia enterrando el rumor del tren. Julio, chavalo, fue rescatado tras perder a su madre. Su padre morirá por mano propia un año después. ¿Qué quedaba más que las armas?

Julio aprendió a matar de manera eficiente, humana. La tortura le parecía indigna. Lo llevaron siendo cadete a purgar, de cacería de subversivos y otra escoria humana. Pudo hacerlo, era el mejor. Lo vio como una limpieza necesaria para que ahora pudiera ir tranquilo en el tren, y que lo esperaran por sus sacrificios al país, y que hubiera en algún lugar una placa en honor a su madre, y que hubiera trabajo y comida para ser él mismo padre; un baño de sangre para poder tener cenas de lujo tras la condecoración y los elogios.

—Es usted —murmuró Julio.
—Estoy armado.
—Yo también. Lo voy a matar.
—Hay gente aquí, niños. Las balas me van a atravesar y se van conmigo.
—¿Desde cuándo le importan a los subversivos las bajas civiles?

Rigoberto trató de alcanzar la pistola de mano que escondía en su bolso pero ya había hecho clic el seguro de la Beretta M9. Julio se levantó, le apuntó a la cabeza desde arriba.

—Así no hay daño colateral. ¿Ve?

El viejo mostró los dientes bajo su bigote, como un animal. Otra vez sus ojos acababan enfrentados. Julio no sintió que era dueño de la situación, a pesar de tener la vida del viejo en su dedo. Tenía la sensación de que acorralaba a una bestia peligrosa.

—Voy a matarlo —se dijo Julio a sí mismo—. Voy a matarlo. ¡Voy a matarlo! ¡Voy a matarlo!

Y siguió gritando lo mismo. Los demás pasajeros se levantaron de sus asientos y se acercaron a la cabina que compartían. Saltaron del susto al ver el arma, algunos corrieron en dirección opuesta, todas las mujeres empezaron a gritar y los niños con ellas.

El tren desaceleraba: estaba llegando a Managua. Rigoberto gritó, se lanzó contra el joven soldado que, aturdido por los gritos, vació el cargador sobre el viejo. Quince balas resonaron contra la marcha del tren. Julio no fallaba.

Rigoberto golpeó el asiento y dio contra el piso. Convulsionó en su sangre. Julio empezó a patearlo hasta que sólo quedaron espasmos, entonces lanzó la pistola y se sentó, viendo cómo en la ventana se pintaba de nuevo un paisaje urbano, cómo aparecían esbozos de industrias jóvenes, cómo el campo veía un fin abrupto y los volcanes dejaban de ocupar ese espacio tan grande. También sintió calor, estaba en un incendio. Sudaba y las gotas se mezclaron con las salpicaduras rojas en su rostro.

Julio volvió a poner su gorra sobre su cabeza y pidió por favor a los empleados que llamaran a los constables.

—Era un subversivo —explicó, jadeando.

Y nadie sintió pena por él.