El cambio del milenio y la pérdida del millar

Texto de Russell Antonio Vargas.

Aterrizó en una camioneta de acarreo la noche del 6 de diciembre del ’99, en vísperas de la gritería en honor a María Santísima. Venía de un país lejano, traía consigo un arsenal de libros, entre los cuales venía mi encargo, almacenados en nueve sacos de macen; en una maleta traía su ropa y, dentro de su chaleco impermeable, una cantidad indeterminada de dólares.

El protagonista de esta historia, su sobrino de catorce años, nunca había visto tantos libros ni tanto dinero juntos. De hecho, nunca había visto un libro como tal, en el sentido estricto, porque los cuadernos del MINED en los que había aprendido a leer eran como panfletos: mal cocidos, mal maquetados; el catecismo con el que había estudiado para su primera comunión, un folletín endeble; y la Biblia de su tía mamita, una baraja de naipes atravesada por miles de esquelas de las que dan en los rezos.

El joven se ofreció a ayudar a acomodar los libros al recién llegado. Llenaron tres estanterías medianas y la sala adquirió un aspecto de naciente biblioteca; eran, en su mayoría, baratijas new Age: budismo, filosofía post-marxista, autoayuda. Aunque también algunos libros caros de historia, economía, religión y clásicos literarios, y no podían faltar el libro científico ni el manual curioso, como el Como aprender a bailar en siete días.

Las luces estroboscópicas de navidad estaban puestas desde hace una semana, de toda la casa parecían refulgir las filosofías e historias de aquellos libros al ritmo de Noche de paz y Blanca Navidad.

—Tío, ¿y este libro de qué es? —preguntó el joven, sosteniendo un librito de portada muy llamativa.

—Allí dice, leelo. ¿No sabes leer, pues? —le devolvió la pregunta el tío.

—Sí, pero esta letra es rara —su voz sonaba con pena y cierta extrañeza—. «El arte de robar o manual para no ser robado».

—Así se llama. ¿Te gusta? —y lo miró condescendientemente, como incitándolo a quedarse con el libro.

—Sí, está bueno. Lo voy a leer —contestó el sobrino y se pegó una carcajada.

Entonces intervino la tía mamita del joven, madre del recién llegado:

—Ve que lindo cual libro le gustó, ¡Qué bárbaro! Y vos hijo ¿para qué querés tantos libros, acaso vas a regalar en la Purísima? Ya mañana es el día y no hay tiempo para hacer el altar.

—¡Cómo los voy a regalar! ¡Si supieras cuánto cuestan! Son para para leerlos y alcanzar la iluminación —contestó su hijo con soberbia.

—Qué loco que sos, hijo mío. ¡Yo clarito vi que esos eran sacos de maíz y frijol! ¡Libros vamos a comer ahora!

—También traje riales para comprar granos básicos —y les mostró los fajos de dólares que traía dentro del chaleco.

Y porque este amigo mío era exhibicionista o muy insensato, tal vez porque venía de un país moderno, en donde se pierde muchas veces el sentido común, procedió a contar el dinero en presencia de todos, aunque vale decir que confiaba plenamente en esas tres criaturas. En la casa también vivía una prima, que era como un ángel, había sido violada hace quince años, quedando embarazada del muchacho; vivía desde hace catorce años en casa, a petición de la Señora, pues quedó sola cuando sus cuatro hijos crecieron, todos se habían ido a tierras lejanas; y he aquí que volvía el más bibliófilo y raro, cargado de libros y dólares. Mientras escrutaban la cantidad de dinero, les manifestaba a los tres presentes, su núcleo familiar, sus planes de comprar una casa en Chinandega, porque esa era su tierra, el lejano y caluroso occidente de Nicaragua; también les dijo que iba comprar un vehículo. Entonces su sobrino cogió un billete de cien dólares, deteniendo el conteo, y viéndolo contra la luz de una lámpara, como si quisiera comprobar su autenticidad, preguntó con seriedad:

—¿Tío cuánto es esto en pesos?

—Son como mil pesos —porque entonces el dólar valía doce córdobas.

El verde grisáceo revelador del billete fue una seducción para el muchacho, lo máximo que había tenido en sus manos hasta entonces inocentes eran doscientos córdobas, con los que le pagó al dentista la vez que fue arrancarse dos muelas.

—Tío, y el carro que quiere comprar, ¿cuánto vale? —le preguntó con la voz bajita, como si quisiera que no lo escuchara su ángel de la guarda.

—Como cinco mil dólares —contestó el tío, quitándole el billete de la mano y acomodándolo en un fajo de mil, mientras le extendía un billete de veinte, diciéndole que eran suyos.

— Gracias tío. ¿Y la casa cuánto vale?

—Como veinticinco mil dólares —y se escuchó como una pedrada en el tejado que los interrumpió.

Seguramente una pelota hechiza. En la otra calle estaban jugando beisbol, el deporte más popular entre la muchachada antes de la globalización del futbol. Era una época de cambios, había tensión en las almas por el próximo cambio de milenio, los medios de comunicación bombardeaban con el Y2K, el problema informático del año dos mil que no quedó en nada. Algunos politólogos veían el fin de la historia y el triunfo del capitalismo feroz y ciertos evangelistas, el final de los tiempos. Aparecieron los primeros café internet en la ciudad, lo que abrió los ojos de algunos, y a muchos embruteció; y los últimos saurines recorrían los barrios, adivinando los secretos a la gente más crédula y simpática.

De la noche a la mañana aparecieron muchas rotondas, donde antes había simples cruces de caminos (el circulo del Buda suplantando a la cruz cristiana en la infraestructura). Eran conocidas como «Las Rotondas del Gordo», o las obras de Rotondo (el que pactó con los demonios dostoyevskianos). Centros de yoga y mantra proliferaron más en Nicaragua al mismo ritmo que las iglesias protestantes, tan numerosas como las estrellas. Sonaba bastante en las radios los Cuentos de la Cripta, junto a los Cuentos de Pancho Madrigal.

Todo eso tuvo en mente mientras pronunciaba el numero veinticinco mil, pero algo cambió en su conciencia y en la conciencia del sobrino al mismo tiempo, algo como el sonido de un vaso que se rompe. Bastó un gesto y una mirada.

El muchacho se figuró todo lo que podría hacer con tan sólo diez billetes de cien dólares. Tenían que ser diez según sus cuentas. Aunque no le faltaba nada en esa casa, estaba en el pleno estirón y cambiaba de ropa a cada rato. Poco le faltaba para alcanzar en estatura al tío y, desde ese mismo momento, su voz fue más ronca que la del bibliófilo; y éste, a pesar de todos los libros que había leído en la Universidad Nacional Autónoma de León y en Europa, no tuvo la sabiduría para prever las cosas que ocurrirían luego, según me contó con tristeza.

Yo fui a pedirle al día siguiente mi encargo, le había pedido que me trajera, un tomo de las obras completas de Dostoyevski, de Aguilar Editor, y Nicaragua traicionada, de Anastasio Somoza, pero en inglés. Después de tocar diferentes pormenores de su viaje y de su regreso, al hablar sobre su sobrinito me dijo: «Me parece que es de otra estirpe, a veces la sangre nos llama o nos repele». Y agregó: «es de la simiente de Lilith», lo que quiere decir en el lenguaje de los esotéricos que no es de la Civitas Dei de la que hablaba San Agustín, sino de la otra, la del diabolus. Me lo dijo con mucha tristeza en su voz. Yo traté de aconsejarlo, le dije que tuviera sus propios hijos y otras cosas más que omito para centrar la historia en su sobrinito, el verdadero héroe de esta historia que, ciertamente, tenía una doble simiente bien marcada. Era un descendiente de los mártires que asolaron Nicaragua unas décadas atrás de este suceso.

El barrio recién adoquinado donde vivían tenía el nombre de su abuelo paterno, de quien no quiero acordarme por respeto al barrio y al nieto. Este abuelo había sido ajusticiado por la Guardia Nacional antes del ’79, pero basta decir que tenía todo el vigor de la vida en llamas que brillaban en los ojos del nieto cuando un tiempo después Ruperto el Bravo infringiera en sus carnes el código de la niñez y la adolescencia.

El abuelo había matado guardias, violado mujeres, blasfemado de Dios y de la Virgen, anhelado los bienes ajenos, etcétera, etcétera, junto con otras hazañas. En resumen, ese liberador de sus fantasías demostró mucha sutileza de manos antes de su martirio, al igual que su nieto quien, irónicamente, había nacido de una violación. El papá de este muchacho luego hacía mofa de haber mancillado a aquel tierno ángel, aquella indefensa que diario oraba por la paz del mundo. De ella provenía su simiente buena.

No le fue confiable a su tío, entre otras cosas, la manera que tenía el sobrino para pronunciar ciertas palabras, como dólar, carro, y casa. Las pronunciaba con un sentido posesivo y abrasante. Todo lo contrario a su propio espíritu. A pesar de que los billetes le consolaban, en el extranjero se había vuelto medio budista, medio hípster. Se empezaba a desmaterializar, sentía los libros como su mayor tesoro más que las cosas en las que debía de invertir sólo para cumplir las expectativas de los que vienen del extranjero a un país a punto de cambiar de milenio, un país del tercer mundo en vías de desarrollo necesitado de gente con propia vivienda y un medio de transporte adecuado, mejorando cifras de bienestar social.

«¿Quién causa tanta alegría? ¡La concepción de María!».

Sonaban los cohetes de la Purísima a las seis de la tarde cuando se dio cuenta de que le hacían falta cien dólares, pero no le puso mente porque seguramente se le habían caído en algún lugar o eso pensó. Pero con el transcurso de los días perdió sucesivamente quinientos dólares el 23 de diciembre y lo atribuyó a un gasto del que se había sobregirado.

Pero cuando le hicieron falta cuatrocientos dólares el 31 de diciembre, en vísperas del milenio, se dio cuenta de que ya había perdido un millar.

Esa vez se le colmó la paciencia y fue a tocar a la puerta de la amplia habitación donde dormían su pobre madre, su prima, y el sobrino, separados sólo por biombos.

—¿Qué pasó, hijo, ¿qué te pasó? —dijo la madre asustada.

—Se me perdió un millar de dólares —dijo con teatralidad—. ¡En esta casa hay un ladrón!

La señora quedó destrozada, empezó a llorar y ya no pudo conciliar el sueño. Sintió la traición en el cuerpo, traición de quien había recibido su educación y permisividad durante catorce años.

Y la traición es un pecado que clama venganza al cielo. Según mi lectura, el general Somoza parece querer decir en una parte de ese valioso libro llamado Nicaragua traicionada que la Iglesia católica, o una parte de ella (los curas afeminados y masones, infiltrados en la santa institución desde hace casi una centuria) tuvieron un peso importante para que los revolucionarios tomaran el poder en Nicaragua. Por suerte había un ex-guardia nacional olvidado en cierta comarca de occidente, notable por sus métodos de enderezamiento de jóvenes descarriados.

Le decían Ruperto el Bravo y con el consentimiento de la mamita, y el pesar del tío, lo llevamos a conocerlo. Se le inquisicionó con azotes, trabajos forzados y con versículos bíblicos para que confesara el destino del dinero, con la esperanza de recuperarlo. Atenuante a su favor carecía de vicios pero, ¿no hubiera sido mejor ser borracho y jugador que tener en el alma el catolicismo edulcorado y sentimental de las pastorales juveniles modernas, unido al sentimiento revolucionario inmoral y tramposo de la otra organización política? Esa noche hasta había querido pasarla junto a la Pastoral Juvenil y la Juventud Sandinista, porque a ambas pertenecía.

(Y me vino a la mente la sentencia de Andrés Wouters ante los reformados sedientos de sangre, que no eran sino revolucionarios: «pecador, más que nadie; hereje, nunca».)

—¿Dónde están los riales? —preguntó por enésima vez don Ruperto, haciéndole la señal de la cruz con el azote.

—¡Ya no existen! Los escondí en el corazón del pueblo —dijo enigmáticamente el muchachito.

Entonces vomitó una sustancia fétida y se desmayó. No se fue a drogar con sus amigos, no se fue a beber licor, no los gastó con prostitutas ni en sí mismo. Cosa curiosa, el chico se pasó todo el mes de diciembre en papel de Robin Hood o Santa Claus: había regalado comida, ropa, calzado y juguetes a los niños más pobres de los barrios vecinos. Fueron muchos los que testimoniaron a su favor. Fue un precursor de los influencers o como un politiquero en fermentación.

Mas por gracias de Dios en su conciencia
el bien supo elegir la mejor parte,
y si hubo áspera hiel en su existencia

Melificaron toda acritud los azotes de Ruperto el Bravo y las oraciones de su mamita y de su ángel de la guarda, que se llamaba Milagros de Jesús, a María Santísima. Sólo así se pudo rehabilitar. No se hizo santo, pero se salió de esos grupúsculos, aprendió un oficio honrado y ahora es varón cabal. Ya nadie se acuerda de su hazaña y, como la gente siempre ha sido mal agradecida, se desvaneció el recuerdo de este héroe sin manta que llevó una feliz navidad y feliz milenio viejo a muchos, aunque a costillas de los dólares foráneos, como suele suceder.

Y, mi pobre amigo, ¡ay!

Ya no siguió leyendo libros más fuertes con conceptos muy superiores a su pobre inteligencia violada por el budismo y por su estancia en Europa: ¡mirá que haberle llevado la piedra al sobrino, y ponerle casi en bandeja de plata el millar!

Encontró la iluminación, vendió el carro, los libros y la casa. Dedicó el resto de la vida a recorrer el sur de Hispanoamérica, se enemigó de la materia y del demiurgo, rastas espeluznantes le brotaron de la cabeza y nunca más usó zapatos. Cayó en el abismo gnóstico de Buda.

Cuando yo, por falta de tiempo, por fin leí los demonios de Dostoyevski, recibí la noticia de que había muerto en una ceremonia de ayahuasca, en la Selva amazónica. Fue en el onceavo mes del año sexto del nuevo millar.