Cuando era niño, me parecía difícil de entender por qué existía este pseudo-festival llamado «fiestas patrias». En parte, mi confusión provenía de la degradación de los relatos de esos eventos y la disonancia de tener festividades nacionalistas bajo gobiernos entreguistas.
Pero ahora, luego del estudio de la historia de mi país y sus vecinos, de haber comprendido su situación en medio de imperios y revoluciones, es que veo lo importante de celebrar a la Patria, esa idea compuesta de realidades materiales que se expresa en nuestras tradiciones.
Es legado de los padres y madres olvidados por la historia tanto como de los generales y soldados, de los defensores de nuestro ethos que era suyo también, aunque con otra forma. No hay relato hegemónico en la Nicaragua moderna que le haga justicia a esta realidad.
La Patria no es esa república liberal nacida de la revolución zelayista, no es ni siquiera la provincia o la Federación. En verdad, ya existía desde antes y sigue existiendo a pesar de tantas administraciones empeñadas en transformarla según sus intereses.
La Patria nicaragüense, sin Estado propio, sin caudillo, persiste en nuestros campesinos, en algunas élites desplazadas y ciudadanos con consciencia nacional, en el exilio, en los remanentes de la fe católica que la moldeó en sus años formativos.
La Patria vive en nuestra lengua española, en nuestra raza mestiza, en nuestro modelo de familia, en la solidaridad y calidez del pueblo pequeño con una parroquia descuidada, pero viva. Cuarenta años de ataque marxista y liberal no pudieron acabarla. Ese es el testamento de su fortaleza. ¿Cuánto más grande no sería si tuviera un Estado que la resguardara de las influencias extranjeras que buscan deshacerla? Sería una estructura grandiosa, catedral de majestad tremenda con el nombre «Nicaragua».
Y es curiosamente esto que nos hace únicos, nuestra hispanidad, lo que nos acerca a otros. Nuestros vecinos centroamericanos, que se separaron de España con nosotros, son tan hispanos, y sus Patrias no son sino notas del acorde mayor que es la Patria hispana grande. Así es como yo leo estas fechas, concordando con el joven José Coronel Urtecho en su discurso de 1928 sobre la Independencia:
El 15 de septiembre es algo más que una fiesta vulgar y democrática. Es algo muy contrario al grito de libertad que lanzan los descendientes de los esclavos.
Es la fecha nostálgica y solemne que los señores de su tierra y que los dueños de sus hogares debieran dedicar a la meditación de su destino colectivo y de sus deberes nacionales.
Día en que nos quedamos solos con nuestra patria abandonada y separada de sus hermanas, desprendida de la enorme potencia protectora del conjunto que formaba el Imperio; día en que Nicaragua, con sus mares abiertos a la rapiña de las naciones comerciantes, con su mar interior propicio a las expediciones interoceánicas, quedó confiada únicamente al valor generoso de sus hijos. Por eso, el 15 de septiembre no es propiamente el día de la patria—porque la patria era tres siglos más antigua—; pero es el día del patriotismo nicaragüense, porque desde ese día es sólo nuestra, únicamente nuestra, la obligación de defender a Nicaragua con sus propios recursos.
Y ya mañana son dos siglos desde esa separación. Las palabras de José Coronel Urtecho y sus colegas vanguardistas siguen más que vigentes. Nicaragua, más que nunca, tiene «sus mares abiertos a la rapiña de las naciones comerciantes… su mar interior propicio a las expediciones interoceánicas…» Y está «…confiada únicamente al valor generoso de sus hijos».
¿Y qué hacen sus hijos? La niegan. Ven en Nicaragua sólo manchas, sólo barbarie. Cegados por las ideas del supuesto «primer mundo», rebajan a Nicaragua y a su historia a la posición de nación salvaje e indómita, necesitada de mayores transformaciones para expiar sus supuestos «pecados» de nación hispana y católica.
Yo y muchos otros rechazamos esto, pero somos muy pocos todavía los que reinvindicamos a la nicaragüeidad, al nacionalismo, como la verdadera alternativa para el empoderamiento de Nicaragua en el teatro de las naciones. Por eso es tan importante enfatizar estas fechas.
Y este día, que en 1856 vio cómo los nicaragüenses derrotaron a las fuerzas de un invasor estadounidense que quería destruir nuestro estilo de vida para imponer uno anglosajón y cruel, mismo que sería expulsado con ayuda de nuestros hermanos centroamericanos, es que yo celebro. Más que celebrar la fundación de una república liberal y masónica, yo celebro la expulsión del invasor, el hermanamiento de los países hispanos y el triunfo de las fuerzas legítimamente conservadoras de la nicaragüeidad.
No hay que olvidar que el invasor entró invitado por los autodenominados «Democráticos», supuestos defensores del pueblo y la libertad. Por desgracia, no serían ellos los últimos traidores disfrazados de adalides de liberación.